miércoles, 22 de junio de 2011

Paul Auster, La historia de la muñeca



Paul Auster, “Historia de la muñeca”, 
Fragmento de la novela Brooklyn Follies


"-De acuerdo. Esa historia. La historia de la muñeca... Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados.

»Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentran con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le dice. “¿Y tú cómo lo sabes”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una carta”, responde Kafka. La niña parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?”, pregunta ella. “No, lo siento”, dice él, “me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo.” Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?

»Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.

»Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.

«Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas...
»Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.”


Tomado de Paul Auster,   Brooklyn Follies,  fragmento de la novela,   Buenos Aires, Booket,   2013,   p. 180 a 183.







Ezequiel Ceccotti. La puerta abierta.








¿Sólo miedo? No. ¿Sólo culpa? Tampoco. ¿Sólo nervios? No. ¿Sólo satisfacción? Tampoco. Experimenté todos esos sentimientos juntos cuando cerré la puerta de aquel cuarto y dejé el cuerpo sin vida de mi esposa a quien yo mismo maté.
Intenté abordar un tren con destino a Córdoba y, mientras me dirigía a la estación, el oficial Martínez me interceptó. Él había acudido a mi casa respondiendo al llamado de un vecino que me había visto abandonar mi hogar desencajado y dejando la puerta con la llave puesta desde el exterior. Allí encontró el cuerpo sin vida de mi esposa y luego me halló en la estación de trenes cuando la formación estaba por partir.
Mientras aguardábamos el móvil que nos iba a trasladar a la comisaría, le conté cómo se habían sucedido los hechos.
Me casé con María, una mujer de la calle, muy bonita, muy hábil para engañarme, humillarme y traicionarme. Tardé en reaccionar…
Para ella lo único bueno en mí era mi trabajo. Aunque no precisamente lo que hacía, ya que no consideraba las largas horas de sacrificio en el taller, sino solamente el resultado: las joyas terminadas que se probaba y lucía y me robaba.
La ambición la cegó y se “enamoró” de un solitario: lo robó y lo lució en el teatro acompañada por otro hombre.
Me humilló de tal manera que no lo soporté más y decidí matarla, tal vez cegado por la ira, clavándole el solitario en el corazón. De esa manera le entregaba esa joya preciosa que tanto quería.
Llegó el patrullero, el oficial me esposó sintiendo seguramente pena por mí. Pero se notaba que Martínez era un hombre recto y no dudó en cumplir con su deber.
Me juzgaron por asesinato y me enviaron veinte años a prisión. Y aquí estoy ahora cumpliendo mi condena.

viernes, 17 de junio de 2011

Horacio Quiroga. El solitario (1917)






En las próximas entradas, leeremos sobre el derrotero de Kassim al abandonar su hogar según lo imaginaron Celina y Ezequiel, entre otros. Ahora disfrutemos nuevamente de este clásico del cuento breve que hace escuela.




"El solitario" de Horacio Quiroga.


Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.

No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil –artista aún– carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido. Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya –¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba él de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.

Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era para ella– caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer escucharlo.

–Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin, tristemente.

Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco. Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento. Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.

–¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
–No eres feliz conmigo, María –expresaba al rato.
–¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
–Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
–Desde el martes –mirábala él con descolorida ternura–; mientras dormías, de noche...
–¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!

Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:

–¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo!

Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles. La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–. Buscó en sus cajones
de nuevo.

–¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
–Sí, lo he visto.
–¿Dónde está? –se volvió él extrañado.
–¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.
–Te queda muy bien –dijo Kassim al rato–. Guardémoslo.
María se rió.
–¡Oh, no! Es mío.
–¿Broma?...
–¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
–Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
–¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.

Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba sentada en el lecho.

–¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
–No mires así... Has sido imprudente, nada más.
–¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!

Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió. Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.

–Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
–Un agua admirable... –prosiguió él–. Costará nueve o diez mil pesos.
–Un anillo... –murmuró María al fin.
–No, es de hombre... Un alfiler.

A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.

–Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un trabajo urgente.

Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.

–¡María, te pueden ver!
–¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!

El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso. Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.

–Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
–No –repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.

Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.

–¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
–María... –tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
–¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho, alcanzando a cogerlo de un botín.
–¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!

Kassim la ayudó a levantarse, lívido.

–Estás enferma, María. Después hablaremos... Acuéstate.
–¡Mi brillante!
–Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.
–¡Dámelo!

La crisis de nervios retornó. Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para concluirlo. María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.

–Es mentira, Kassim –le dijo.
–¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.
–¡Te juro que es mentira! –insistió ella.

Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la vista.

–Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.

No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.

–¡Dámelo!
–Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.

A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su pecho y su camisón. Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido. Su mujer no lo sintió.

No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer. Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados.

Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.
























Horacio Quiroga, “El solitario”, en Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917), Buenos Aires, Losada, 1980.












martes, 14 de junio de 2011

Entre el Renacimiento y el Barroco: “La novela del curioso impertinente”, Quijote I, 33 a 35.
Cervantes y el mundo barroco español.
Las tres salidas de don Quijote. (1)




El nombre de “barroco”, atribuido al período artístico que se desarrolla en España desde fines del siglo XVI hasta bien entrado el siglo XVII bajo los reinados de Felipe II y Felipe III, fue ideado por los estudiosos del arte del siglo XIX. “Barroco” deriva de la palabra “berrueco” que, en los tiempos de Cervantes, significaba “perla imperfecta” en oposición a la perla “margarita”, la perla perfecta, digna de considerarse una piedra preciosa. Ya veremos cómo este juego entre la perfección renacentista y la imperfección barroca es trabajado por Cervantes en la figura de Camila, la protagonista de “La novela del curioso impertinente” incluida en el Quijote de 1605. Y, además, cómo Camila es contrafigura de Leonela y Anselmo, de Lotario. Anselmo es Letras y Lotario es Armas. Uno muere escribiendo, el otro, en el campo de batalla. El arte del período barroco se caracterizará por el juego de contrastes entre opuestos como estos personajes, la unión de los opuestos en lucha, la entrada en la literatura del concepto de lo Feo (opuesto al concepto de Belleza del Renacimiento), y también las ideas de lo monstruoso y lo imperfecto, la corrupción del cuerpo y la precariedad del poder terrenal ya que, a la hora de la muerte, tanto el rey como el campesino tendrán el mismo final, como se aprecia en el cuadro El triunfo de la Vanidad donde se lee In Ictu Oculi (En un abrir y cerrar de ojos) de Juan de Valdés Leal.



Los grandes temas desarrollados por los artistas del barroco son:

a) La vida como un peregrinaje difícil o como un laberinto. Retomando el mito del Minotauro de Creta caro a Ovidio, la vida es representada por los artistas del barroco como un camino hacia el centro del laberinto donde el hombre, como antes Teseo, debe matar al Monstruo para lograr su libertad. O, en otras palabras, debe morir a todos los aspectos monstruosos de su vida terrena para alcanzar el conocimiento de sí mismo, muriendo a los pecados capitales por medio de la práctica de las virtudes, tal como recomienda don Quijote. (Quijote, II, 8, 484) En “El curioso impertinente”, Lotario intentará disuadir a su amigo Anselmo de su propuesta de seducir a Camila para probar su integridad y honra diciéndole que al pedirle que realice esa prueba lo lleva por “… el laberinto donde has entrado y de donde quieres que yo te saque.” (Quijote, I, Cap. 23, 265-6) En el camino hacia el centro en la búsqueda de la verdad, alguien deberá morir.


b) La vida como un teatro donde el hombre representa un papel. Tema caro a Calderón de la Barca. El hombre es una marioneta manejada por los hilos del Destino que representa un personaje. En “El curioso impertinente”, el tema aparece claramente en la puesta en escena que Camila, Lotario y Leonela “montan” en la recámara para el espectador Anselmo: “Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían.” (Quijote, I, Cap. 24, 279 a 285)



c) La vida como un sueño. La idea es que el hombre vive dormido y sueña su vida sin despertar de la ilusión. Un tema muy trabajado por Quevedo. Aparece en el Antiguo Testamento, libro de Job 14,12 y también en el Nuevo Testamento, en San Juan. Anselmo “vive” creyendo que Camila es su “margarita preciosa” (p. 285) pero todos sabemos que ella no es inmaculada y que, por oposición y contraste, Cervantes construye un personaje “manchado” y una perla “berrueca”, personaje caído en el pecado cuando ella pierde su virtud. Camila representa en su construcción a la obra de arte del barroco. Anselmo conocerá la realidad por el comentario de un ciudadano que viene de Florencia. La realidad lo enfrentará con su propia monstruosidad. El desenlace está preparado. El hombre que “despierta” del sueño debe “vivir” en la Verdad, pero Anselmo no puede y sólo le resta … escribir su confesión a Camila y perdonarla pero… (Quijote, I, Cap. 25, 291-2))



Miguel de Cervantes Saavedra publica la primera parte de su libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en 1605; la segunda parte de la obra aparecerá en 1615 bajo el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.
En la obra de Miguel de Cervantes se puede apreciar el pasaje de las ideas y la propuesta estética del Renacimiento a las del Barroco. Ya dijimos que la figura de Camila representa a la obra de arte del barroco. En realidad, la construcción del personaje de Camila permite apreciar el pasaje que realiza Cervantes de las ideas estéticas del Renacimiento a las del Barroco. En primer lugar, construirá a la dama como una esposa magnífica. Lotario la compara con el diamante, el armiño y las rosas de un jardín cerrado. Ella representa los tres reinos de la naturaleza. Pero, luego de su relación amorosa con Lotario, Anselmo la “piensa” para sí mismo como una “margarita preciosa” y todos nosotros sabemos que la construye por la negativa, por la oposición: Camila es una “perla imperfecta”. Con el personaje de Camila, Cervantes muestra el vaivén entre las dos vías de la ascética, a saber, la vía positiva de la Belleza o vía catafática y la vía negativa de la Monstruosidad o vía apofática. Sendas opuestas y complementarias. Son dos maneras de “ponerle el cuerpo” a la vida, aparentemente opuestas pero complementarias en Cervantes, son los dos caminos que don Quijote señala al hablar de los caballeros de corte y los caballeros andantes:

“… no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes; de todos ha de haber en el mundo y, aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo mirando un mapa (…) pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, (…) medimos toda la tierra con nuestros propios pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados sino en su mismo ser…” (Quijote, II, 6)

Don Quijote es, ante todo, un lector de libros de caballería que “vive” la ilusión de convertirse en caballero andante. Nuestro personaje debe abandonar la biblioteca y salir al camino porque ¿dónde se ha visto caballero andante encerrado en una biblioteca? El Quijote comienza cuando el personaje deja de leer para … vivir. Su experiencia de camino es un recorrido laberíntico hasta llegar al centro de sí mismo, al encuentro del conocimiento más difícil de alcanzar en este mundo: el conocimiento de sí mismo. Don Quijote es el seudónimo que adopta el personaje de este libro a lo largo de dos tomos y, solamente al final de la historia, cuando él despierta de la ilusión de la vida y dice su verdadero nombre, llega a la Verdad porque dice quién es: Alonso Quijano. La llegada al centro de sí mismo implica vencerse a sí mismo como enseña el cuadro de Los siete pecados capitales de El Bosco que Felipe II tenía en su recámara

“Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. (…) Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino (…) “Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el bueno.” (2, 74, 864 y 865)

Don Quijote ha elegido poner los pies en la tierra y peregrinar en la búsqueda del conocimiento de sí mismo. Por eso es interesante reflexionar sobre los indicios y las repeticiones que ocurren en sus tres salidas: el lector atento “lee” que don Quijote atraviesa tres puertas. Esas tres puertas que atraviesa en cada una de sus tres salidas representan diferentes momentos de madurez interior del personaje que pugna por llegar a una Verdad, a Su Verdad, y salir de las sombras del sueño y la “ilusión” de la vida, de las “sombras caliginosas de la ignorancia”. Un antiguo refrán sentencia que “Donde una puerta se cierra otra se abre.” Mencionadas inmediatamente antes de cada una de las tres salidas que realiza el héroe cervantino, las puertas parecieran anticipar la experiencia de camino que espera al peregrino caballero. Muchos ritos de pasaje se simbolizan en las diversas culturas por medio de una puerta y el franquear una puerta alude a penetrar en otras condiciones de vida, es decir, en otro estado de conciencia. La puerta simboliza un lugar de pasaje entre dos estados, entre dos mundos, entre lo conocido y lo desconocido, el pasaje del dominio de lo profano al dominio sagrado. Son tres las puertas que separan a don Quijote del encuentro consigo mismo: la puerta falsa de un corral, la puerta amurada del aposento de sus libros y la puerta de su locura.

1. Primera salida: La puerta falsa de un corral
“Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo.”(Parte 1, Capítulo 2, p.29)

2. Segunda Salida: La puerta amurada del aposento de los libros
“Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el mal de su amigo fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quizá quitando la causa, cesaría el efeto), y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se levantó don Quijote y, lo primero que hizo, fue a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza , preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo. -No era diablo –replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró aposento, y no sé en el lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno…” (Parte 1, capítulo 7, p. 58)


3. Tercera Salida: La puerta de su locura
“-¿Qué es esto, señora ama? ¿Qué le ha acontecido, que parece que se le quiere arrancar el alma?
-No es nada, señor Sansón mío, sino que mi amo se sale; ¡sálese, sin duda!
-Y ¿por dónde se sale, señora? –preguntó Sansón-. ¿Hácele roto alguna parte de su cuerpo?
-No se sale –respondió ella- sino por la puerta de su locura.” (Parte 2, Capítulo 7, p. 475)


Don Quijote deja de ser un lector encerrado en la placidez de la biblioteca y decide convertirse en un caminante, un peregrino. El personaje pasa de concentrarse en los ojos y las manos que leen y sostienen un libro a sopesar el frío de la espada y sus ojos mirarán el camino por donde transitan sus pies. Pasa de la inmovilización a la movilización del cuerpo. De los libros a la espada. De la acogedora biblioteca a las inclemencias del camino. En los pies se concentra la representación del espíritu iniciático del ser humano; don Quijote, al abandonar el encierro de su biblioteca, deberá confrontar la realidad creada en su mente con la realidad del mundo exterior, avanzando en el ciclo de iniciación. O, en otras palabras, deberá comprender que allí donde están sus pies deben permanecer sus ojos y trabajar sus manos, para que la venta no sea castillo y los molinos de viento no se confundan con gigantes, comprensión que llegará recién con el desengaño final y la revelación de la identidad verdadera que preceden a su muerte. Y el camino emprendido será laberíntico porque el sendero lo conduce hacia un centro donde batallar contra el Monstruo que lo habita, como Teseo derrotó al Minotauro. Es un camino exterior pero también interior donde se conjugan la hazaña física y la hazaña espiritual según J. Campbell ya que se vence al Monstruo interior al doblegar los pecados capitales por medio del ejercicio de las Virtudes. Quizá sea ésta una de las ideas que hace del Quijote el libro más leído de la historia.

En esta búsqueda del conocimiento de sí mismo, don Quijote se concentra primeramente en los libros de su biblioteca, luego, en el mundo exterior donde se desarrolla la confrontación con la realidad y, por último, en su propio interior, donde encontrará la Verdad a partir de la confluencia de aquellas dos instancias de aprendizaje, aparentemente opuestas pero complementarias. Letras y armas, aprendizaje realizado en los libros y aprendizaje realizado en la experiencia del camino. Cervantes, como don Quijote, de profesión escritor y soldado. Habría un desplazamiento, desde la puerta del corral y por la puerta amurada de la biblioteca hasta llegar, finalmente, a “la puerta de su locura”, un pasaje del mundo de los nombres al de la acción, del mundo de la palabra escrita y leída al mundo de la experiencia. Don Quijote deja de leer libros para leer los indicios o las marcas de la experiencia de la vida. Ya nadie le contará historias: él las vivirá en carne propia. Don Quijote deja de soñar para conocerse a sí mismo y alcanzar la realidad. Deja de ser el personaje “don Quijote” para ser “Alonso Quijano”, el hombre.

Las citas del Quijote pertenecen a CERVANTES SAAVEDRA, Miguel de, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, fragmentos de la edición preparada por Celina de Cortázar e Isaías Lerner, 2 tomos, Buenos Aires, Huemul, 1983.


(1) Silvana Arena, "El camino de don Quijote en la búsqueda del conocimiento de sí mismo", en Actas del Congreso Internacional "El Quijote en Buenos Aires: lecturas cervantinas en el cuarto centenario", Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2006.

Heródoto de Halicarnaso. La historia del rey Candaules, su bella esposa la reina y Giges el privado.

Heródoto de Halicarnaso, (484 a 425 a de C), Los nueve libros de la historia, Libro I, VIII a XIII.
VIII. Este monarca, Candaules, perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos[18]: —«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.» Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —« ¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿Me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.»
IX. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así:
—«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer.
XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: —«No hay remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.» Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: —«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? — ¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.»
XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario, poeta contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros.
XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Giges, y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Giges fuese rey de los lidios, reinase en hora buena, pera si no, que se restituyese el mando a los Heráclidas. El oráculo otorgó a Giges el reino, en el cual se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pitia[21] de añadir, que se reservaba a los Heráclidas su satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Giges; vaticinio de que ni los lidios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con el tiempo se viera realizado.
(1) Esta narración de Herodoto, por más amigo que parezca de cuentos y rodeos, no tiene traza de ser tan fabulosa como la que Platón nos dio del pastor Gyges en el Libro 2 De república; mayormente concordando Archilocho Pario, poeta muy antiguo, con Heródoto en lo sustancial del suceso. [o Arquíloco fue un lírico griego arcaico (Paros, 712- ca. 664 a.C.) - N.E.]
(2) Nombre de la sacerdotisa de Delfos.

Heródoto de Halicarnaso, (484 a 425 a de C), Los Nueve Libros de la Historia,Traducción de P. Bartolomé Pou, S.J., (1727-1802) Versión para eBooksBrasil , Fuentes Digitales, Texto: wikisource.org, Contenido disponible bajo los términos de GNU Free Documentation:www.gnu.org/copyleft/fdl.html, © 2006.Heródoto de Halicarnaso, (484 a 425 a de C), Los Nueve Libros de la Historia,Traducción de P. Bartolomé Pou, S.J., (1727-1802) Versión para eBooksBrasil , Fuentes Digitales, Texto: wikisource.org, Contenido disponible bajo los términos de GNU Free Documentation:www.gnu.org/copyleft/fdl.html, © 2006.

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