lunes, 3 de octubre de 2011

Lucía Cará, Una rosa solitaria.

(En homenaje a William Faulkner)




Algunos días estoy sola y otros días, no. Vivo en Jefferson, en una gran casa junto con mi sirviente, que sale a veces a hacer las compras por la tarde y luego regresa. No sé mucho sobre él ni él sabe mucho sobre mí.
En fin, vivo tranquilamente sola en mi casa y nada me molesta en absoluto. De vez en cuando, aquellos vecinos llegan a interrumpir mi tranquila soledad para decirme que pague las rentas. Pero siempre me niego. Adoro hacerlos enfadar. ¡Qué audaces se creen por irrumpir en mi casa y arruinar mi silencio!
Ese hombre, ¿quién es? Homer Barron, capataz de la empresa pavimentadora. La verdad es que lo conocí una tarde que pasó cerca de una de las ventanas que da a la calle. Me saludó y quiso pasar. No me pregunté por qué accedí a su pedido en aquel momento ni podría respondérmelo ahora tampoco, pero sucedió así. Lo dejé entrar y mi sirviente nos sirvió dos tazas de té. Lo observaba fijamente. Algo en sus claros ojos me resultaba… no sé si sospechoso, y pude deducir que aquel hombre sencillo guardaba alguna intención inconfesable.
Pasamos la tarde juntos y, después de ese, día las salidas fueron diarias. Recuerdo que, un día, cuando se marchó de mi casa, se olvidó su chaleco en el perchero. Lo tomé y vi caer de un bolsillo algunas cartas. Había una que estaba abierta y la leí. El sobre no decía a quién iba dirigida ni quién la había escrito. Pero enseguida lo supe al leerla. Decía: “Estoy avanzando en la concreción de nuestro objetivo. Ya me acerqué a ella y cree que soy de confianza. Esta noche termino todo”.
¿Qué acababa de leer? ¿Qué significaba eso de “Esta noche termino todo”? no me importó nada. Rompí la carta y, luego, la arrojé al fuego, al igual que su chaleco. Un momento después, salí. Salí a “cumplir mi objetivo”. No sabía qué intentaba hacer Barron y no quería enterarme. A mi regreso, él estaba esperándome. Me observaba. Se acercó a mí y me propuso matrimonio. ¿Qué debía hacer? Solo seguí mi parte del plan. Acepté su proposición matrimonial y seguí el juego. Y nos dispusimos a cenar juntos como otras tantas noches. Mi sirviente preparó la comida y, antes de que pasáramos al salón comedor, fui a la cocina y le entregué el veneno a mi sirviente. Se limitó a asentir con todo el cuerpo. Luego sonrió levemente y me marché al comedor. Barron me esperaba sentado y le llevé la copa con algo más que vino. Brindamos y bebió.
Vi cómo soltó su copa y la dejó caer.
En el instante que cayó al suelo dije: “Ahora sí terminó todo.”