miércoles, 4 de mayo de 2011

Clarice Lispector, El triunfo (1940)





A veces andamos a ritmo diferente con los que comparten nuestra vida; perdí uno de estos metrónomos en la mudanza y me gustó la imagen para este cuento. Me gusta para mí. Silvana.







"El triunfo" de Clarice Lispector es su primer texto publicado. Apareció en el diario Pan Nº 227 de Río de Janeiro, 25 de mayo de 1940, págs. 11-13.

El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de
una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara
mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del
jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar
la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura,
la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento,
burlando la vigilancia de la cortina leve.



Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas,
el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro
allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad
llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas.
Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los
fija en el techo. Lentamente el día le va entrando en el
cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos,
menudos y apresurados. Un niño corre por el camino,
piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento
escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente,
porque la casa está apartada, bien aislada. Pero... ¿y
aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de
pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento
del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea
de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación.
De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada
en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo.
Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios,
la otra cama de la habitación. Está vacía.
Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la
cabeza inclinada, los ojos cerrados.




Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche,
la atormentada noche que vino después y se prolongó
hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las
maletas, las maletas que sólo hacía dos semanas que habían
llegado festivas, con pegatinas de París, Milán. Se llevó también
al criado que había venido con ellos. El silencio de la
casa quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se
habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el intelectual
fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con
el dedo. Y aquella sensación ya experimentada otras veces
cuando se peleaban: si se va me muero, me muero. Oía aún
sus palabras.
–¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo
a quien quieras, a quien no tenga nada que hacer! ¿Me
entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada!
Me siento encadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus
caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te detesto!, ¡piénsalo bien,
te detesto! Yo...
Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la
amenaza de su partida. Luísa, ante esa palabra, se transformaba.
Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí,
le había suplicado que se quedase, con una palidez y locura
tales en el rostro que las otras veces él lo había aceptado.
Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba
de lo que nunca imaginaba que fuese una humillación,
pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos
que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado,
como las otras, casi sin motivo. Luísa lo había interrumpido,
decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro.



Le había cortado la inspiración
en el instante exacto en que nacía con una frase tonta
sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad,
cariño?». Dijo que necesitaba condiciones para producir,
para continuar su novela, segada desde el principio
por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a
donde pudiese encontrar «el ambiente».
Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la
habitación, como si le hubiesen extraído del cuerpo toda
el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril
encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los
anchos hombros amados estremeciéndose de risa, que
todo era una broma, un experimento para una página de
su libro.
Pero el silencio se había prolongado infinitamente, sólo
rasgado por el ruido monótono de la cigarra. La noche sin
luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco
de junio la hacía estremecerse.
«Se ha ido», pensó. «Se ha ido.» Nunca le había parecido
tan llena de sentido esa expresión, aunque la hubiese
leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha
ido» no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la
cabeza y en el pecho. Si la golpeasen allí, imaginaba, sonaría
metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente,
con una calma exagerada, como si se tratase de algo
neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora? Recorrió con la
mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó
la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No había quedado
nada. Se asustó. «Se ha ido.»
Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el
sueño. De madrugada, debilitada por la vigilia y por el dolor,
con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una
semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes,
las más locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas
y ya fugitivas.



Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó
un grito agudo. Todo se ha paralizado desde ayer, piensa
Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber
qué hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos.
Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de
fluidez y movilidad. Nunca había reparado en el cuadro.
De repente, como un dardo, una herida dura y profunda:
«se ha ido» ¡No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha
enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado.
Corre, empuja la puerta. Vacía.



Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve febrilmente
los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna
nota, diciendo, por ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo
mañana». No, ¡hoy mismo! Sólo encuentra una hoja de
papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado
desde hace seguramente dos horas y todavía no he conseguido
concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada
que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se
posa en ningún sitio. No consigo escribir. No consigo escribir.
Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad
es tan...» Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había
sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda
absorta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad,
de pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge...
murmura débilmente. Desearía no haber leído aquella
confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente.



Llora hasta el cansancio.
Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo.
Está despertando. Se anima. Se trenza el pelo, lo
prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir
la piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala.
Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo
que ya no le hace falta.



El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las
ventanas de golpe. Y la claridad penetra con ímpetu. El
aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara.
Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa
se queda ligeramente sorprendida. Hay tanto encanto
en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y
reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles
en alameda que terminan a lo lejos en la carretera
roja de barro... En realidad nunca había reparado en nada
de eso. Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Sólo
él existía. Él se había ido. Y las cosas no estaban del todo
desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó
la mano por la frente, quería alejar los pensamientos. Con
él había aprendido la tortura (sic) (1) las ideas, profundizando
en sus menores partículas.




Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que
hacer y temía pensar, cogió unas piezas de ropa puestas
para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero.
Se arremangó, se subió los pantalones del pijama y
empezó a fregarlas con jabón. Inclinada así, moviendo los
brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el
esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió
a sí misma. Paró, dejó de fruncir el ceño y se quedó
mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía
de aquel hombre... Le pareció oír su risa irónica,
citando a Schopenhauer, Platón, que pensaron y pensaron...
Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le
secó la espuma de los dedos.



Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero
y simple del jabón. El trabajo le había dado calor. Miró
el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor...
De repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del
todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole
un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía
reír de placer. Desde su bañera tenía una vista maravillosa,
bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil.



La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó
absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los
labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su
cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor
bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa,
un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor
la mañana perfecta, respirando profundamente y
sintiendo, casi con orgullo, su corazón latiendo cadencioso
y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rió. Él
volvería, porque ella era la más fuerte.

(1) Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible
errata o lectura ambigua. (N. de la T.)

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