lunes, 3 de octubre de 2011

Lucía Cará, Una rosa solitaria.

(En homenaje a William Faulkner)




Algunos días estoy sola y otros días, no. Vivo en Jefferson, en una gran casa junto con mi sirviente, que sale a veces a hacer las compras por la tarde y luego regresa. No sé mucho sobre él ni él sabe mucho sobre mí.
En fin, vivo tranquilamente sola en mi casa y nada me molesta en absoluto. De vez en cuando, aquellos vecinos llegan a interrumpir mi tranquila soledad para decirme que pague las rentas. Pero siempre me niego. Adoro hacerlos enfadar. ¡Qué audaces se creen por irrumpir en mi casa y arruinar mi silencio!
Ese hombre, ¿quién es? Homer Barron, capataz de la empresa pavimentadora. La verdad es que lo conocí una tarde que pasó cerca de una de las ventanas que da a la calle. Me saludó y quiso pasar. No me pregunté por qué accedí a su pedido en aquel momento ni podría respondérmelo ahora tampoco, pero sucedió así. Lo dejé entrar y mi sirviente nos sirvió dos tazas de té. Lo observaba fijamente. Algo en sus claros ojos me resultaba… no sé si sospechoso, y pude deducir que aquel hombre sencillo guardaba alguna intención inconfesable.
Pasamos la tarde juntos y, después de ese, día las salidas fueron diarias. Recuerdo que, un día, cuando se marchó de mi casa, se olvidó su chaleco en el perchero. Lo tomé y vi caer de un bolsillo algunas cartas. Había una que estaba abierta y la leí. El sobre no decía a quién iba dirigida ni quién la había escrito. Pero enseguida lo supe al leerla. Decía: “Estoy avanzando en la concreción de nuestro objetivo. Ya me acerqué a ella y cree que soy de confianza. Esta noche termino todo”.
¿Qué acababa de leer? ¿Qué significaba eso de “Esta noche termino todo”? no me importó nada. Rompí la carta y, luego, la arrojé al fuego, al igual que su chaleco. Un momento después, salí. Salí a “cumplir mi objetivo”. No sabía qué intentaba hacer Barron y no quería enterarme. A mi regreso, él estaba esperándome. Me observaba. Se acercó a mí y me propuso matrimonio. ¿Qué debía hacer? Solo seguí mi parte del plan. Acepté su proposición matrimonial y seguí el juego. Y nos dispusimos a cenar juntos como otras tantas noches. Mi sirviente preparó la comida y, antes de que pasáramos al salón comedor, fui a la cocina y le entregué el veneno a mi sirviente. Se limitó a asentir con todo el cuerpo. Luego sonrió levemente y me marché al comedor. Barron me esperaba sentado y le llevé la copa con algo más que vino. Brindamos y bebió.
Vi cómo soltó su copa y la dejó caer.
En el instante que cayó al suelo dije: “Ahora sí terminó todo.”

viernes, 16 de septiembre de 2011

Gioconda Belli, "Castillos de arena".






¿Por qué no me dijiste que estabas
construyendo
ese castillo de arena?
Hubiera sido tan hermoso
poder entrar por su pequeña puerta,
recorrer sus salados corredores,
esperarte en los cuadros de conchas,
hablándote desde el balcón
con la boca llena de espuma blanca y transparente
como mis palabras,
esas palabras livianas que te digo,
que no tienen más que el peso
del aire entre mis dientes.
Es tan hermoso contemplar el mar.
Hubiera sido tan hermoso el mar
desde nuestro castillo de arena,
relamiendo el tiempo
con la ternura
honda y profunda del agua,
divagando sobre las historias que nos contaban
cuando, niños, éramos un solo poro
abierto a la naturaleza.
Ahora el agua se ha llevado tu castillo de arena
en la marea alta.
Se ha llevado las torres,
los fosos,
la puertecita por donde hubiéramos pasado
en la marea baja,
cuando la realidad está lejos
y hay castillos de arena
sobre la playa..."

sábado, 27 de agosto de 2011

Oh, Rey del Ajedrez.



Oh, Rey del Ajedrez,



tan fuerte y débil.



No eres un simple



trebejo.



Eres el dueño



del poder.



De tí



depende mi reino.



Oh, Rey del Ajedrez,



no te ocultes más



aunque temas



del reino enemigo



los ataques certeros



los ataques inesperados.



Permanezcamos juntos



el tiempo que nos queda



hasta que el



jaque-mate



nos separe.






Mariel Flores, Marianela Parlatto, Catalina Sofio Avogadro, Melisa Videla Koruza.

sábado, 23 de julio de 2011

Paul Klee, El héroe con el ala.









"El héroe con el ala, un héroe tragicómico, quizá un antiguo don Quijote... A diferencia de las naturalezas divinas, este hombre ininterrumpidamente intenta despegar el vuelo con su única ala de ángel. Se rompe brazos y piernas al hacerlo, pero él se mantiene, pese a ello, bajo el estandarte de su Idea." (Extraído de su Diario, en Paul Klee, Para una teoría del arte moderno, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1979, p. 17)

Un héroe con una sola ala. ¿Qué tipo de héroe rompe su cuerpo para sostener una Idea? ¿Un héroe novato, inexperimentado? ¿Un héroe que desconoce sus propios límites? ¿Un soberbio quizás? ¿Acaso puede alguien que prefiere romperse antes que abandonar una Idea cuidar de otro? Muchas preguntas. Anoche salimos de paseo con mi hija y compramos algunos libros, entre ellos, éste de Paul Klee. Lo estuve leyendo un rato en la librería y llegué al párrafo citado más arriba, quise saber cuál era el cuadro quijotesco y lo compré. Don Quijote sale de la biblioteca donde se construye "héroe" y, entre la aventura de los molinos de viento y el encuentro con el vizcaíno y los yangüeses, lo muelen a palos, le cortan la oreja y pierde sus dientes. No puede alimentarse. Padece en el cuerpo su alejamiento de la realidad. Pero realiza un viaje que lo devuelve a esa realidad, un viaje que le lleva dos tomos a Cervantes escritor. Ya en la Segunda Parte de la novela dice el personaje "... nosotros los caballeros andantes ... medimos toda la tierra con nuestros mismos pies..." (Qx, II, 6) Entre el cuerpo alado con los ojos en el cielo y los pies en la tierra, me quedo con los pies en la tierra.


Nosotras volvemos por avda. Corrientes de la mano y yo no soy una heroína y sé que, si me rompo, no puedo cuidarla. He declinado muchas Ideas por cuidar la Vida. "-¿Hago pizza? -No, mamá, yo quiero fideos." Fin. S.M.A.

miércoles, 22 de junio de 2011

Paul Auster, La historia de la muñeca



Paul Auster, “Historia de la muñeca”, 
Fragmento de la novela Brooklyn Follies


"-De acuerdo. Esa historia. La historia de la muñeca... Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados.

»Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentran con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le dice. “¿Y tú cómo lo sabes”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una carta”, responde Kafka. La niña parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?”, pregunta ella. “No, lo siento”, dice él, “me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo.” Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?

»Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.

»Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.

«Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas...
»Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.”


Tomado de Paul Auster,   Brooklyn Follies,  fragmento de la novela,   Buenos Aires, Booket,   2013,   p. 180 a 183.







Ezequiel Ceccotti. La puerta abierta.








¿Sólo miedo? No. ¿Sólo culpa? Tampoco. ¿Sólo nervios? No. ¿Sólo satisfacción? Tampoco. Experimenté todos esos sentimientos juntos cuando cerré la puerta de aquel cuarto y dejé el cuerpo sin vida de mi esposa a quien yo mismo maté.
Intenté abordar un tren con destino a Córdoba y, mientras me dirigía a la estación, el oficial Martínez me interceptó. Él había acudido a mi casa respondiendo al llamado de un vecino que me había visto abandonar mi hogar desencajado y dejando la puerta con la llave puesta desde el exterior. Allí encontró el cuerpo sin vida de mi esposa y luego me halló en la estación de trenes cuando la formación estaba por partir.
Mientras aguardábamos el móvil que nos iba a trasladar a la comisaría, le conté cómo se habían sucedido los hechos.
Me casé con María, una mujer de la calle, muy bonita, muy hábil para engañarme, humillarme y traicionarme. Tardé en reaccionar…
Para ella lo único bueno en mí era mi trabajo. Aunque no precisamente lo que hacía, ya que no consideraba las largas horas de sacrificio en el taller, sino solamente el resultado: las joyas terminadas que se probaba y lucía y me robaba.
La ambición la cegó y se “enamoró” de un solitario: lo robó y lo lució en el teatro acompañada por otro hombre.
Me humilló de tal manera que no lo soporté más y decidí matarla, tal vez cegado por la ira, clavándole el solitario en el corazón. De esa manera le entregaba esa joya preciosa que tanto quería.
Llegó el patrullero, el oficial me esposó sintiendo seguramente pena por mí. Pero se notaba que Martínez era un hombre recto y no dudó en cumplir con su deber.
Me juzgaron por asesinato y me enviaron veinte años a prisión. Y aquí estoy ahora cumpliendo mi condena.

viernes, 17 de junio de 2011

Horacio Quiroga. El solitario (1917)






En las próximas entradas, leeremos sobre el derrotero de Kassim al abandonar su hogar según lo imaginaron Celina y Ezequiel, entre otros. Ahora disfrutemos nuevamente de este clásico del cuento breve que hace escuela.




"El solitario" de Horacio Quiroga.


Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.

No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil –artista aún– carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido. Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya –¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba él de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.

Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era para ella– caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer escucharlo.

–Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin, tristemente.

Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco. Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento. Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.

–¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
–No eres feliz conmigo, María –expresaba al rato.
–¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
–Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
–Desde el martes –mirábala él con descolorida ternura–; mientras dormías, de noche...
–¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!

Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:

–¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo!

Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles. La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–. Buscó en sus cajones
de nuevo.

–¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
–Sí, lo he visto.
–¿Dónde está? –se volvió él extrañado.
–¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.
–Te queda muy bien –dijo Kassim al rato–. Guardémoslo.
María se rió.
–¡Oh, no! Es mío.
–¿Broma?...
–¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
–Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
–¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.

Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba sentada en el lecho.

–¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
–No mires así... Has sido imprudente, nada más.
–¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!

Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió. Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.

–Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
–Un agua admirable... –prosiguió él–. Costará nueve o diez mil pesos.
–Un anillo... –murmuró María al fin.
–No, es de hombre... Un alfiler.

A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.

–Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un trabajo urgente.

Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.

–¡María, te pueden ver!
–¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!

El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso. Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.

–Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
–No –repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.

Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.

–¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
–María... –tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
–¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho, alcanzando a cogerlo de un botín.
–¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!

Kassim la ayudó a levantarse, lívido.

–Estás enferma, María. Después hablaremos... Acuéstate.
–¡Mi brillante!
–Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.
–¡Dámelo!

La crisis de nervios retornó. Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para concluirlo. María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.

–Es mentira, Kassim –le dijo.
–¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.
–¡Te juro que es mentira! –insistió ella.

Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la vista.

–Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.

No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.

–¡Dámelo!
–Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.

A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su pecho y su camisón. Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido. Su mujer no lo sintió.

No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer. Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados.

Los dedos se arquearon, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.
























Horacio Quiroga, “El solitario”, en Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917), Buenos Aires, Losada, 1980.












martes, 14 de junio de 2011

Entre el Renacimiento y el Barroco: “La novela del curioso impertinente”, Quijote I, 33 a 35.
Cervantes y el mundo barroco español.
Las tres salidas de don Quijote. (1)




El nombre de “barroco”, atribuido al período artístico que se desarrolla en España desde fines del siglo XVI hasta bien entrado el siglo XVII bajo los reinados de Felipe II y Felipe III, fue ideado por los estudiosos del arte del siglo XIX. “Barroco” deriva de la palabra “berrueco” que, en los tiempos de Cervantes, significaba “perla imperfecta” en oposición a la perla “margarita”, la perla perfecta, digna de considerarse una piedra preciosa. Ya veremos cómo este juego entre la perfección renacentista y la imperfección barroca es trabajado por Cervantes en la figura de Camila, la protagonista de “La novela del curioso impertinente” incluida en el Quijote de 1605. Y, además, cómo Camila es contrafigura de Leonela y Anselmo, de Lotario. Anselmo es Letras y Lotario es Armas. Uno muere escribiendo, el otro, en el campo de batalla. El arte del período barroco se caracterizará por el juego de contrastes entre opuestos como estos personajes, la unión de los opuestos en lucha, la entrada en la literatura del concepto de lo Feo (opuesto al concepto de Belleza del Renacimiento), y también las ideas de lo monstruoso y lo imperfecto, la corrupción del cuerpo y la precariedad del poder terrenal ya que, a la hora de la muerte, tanto el rey como el campesino tendrán el mismo final, como se aprecia en el cuadro El triunfo de la Vanidad donde se lee In Ictu Oculi (En un abrir y cerrar de ojos) de Juan de Valdés Leal.



Los grandes temas desarrollados por los artistas del barroco son:

a) La vida como un peregrinaje difícil o como un laberinto. Retomando el mito del Minotauro de Creta caro a Ovidio, la vida es representada por los artistas del barroco como un camino hacia el centro del laberinto donde el hombre, como antes Teseo, debe matar al Monstruo para lograr su libertad. O, en otras palabras, debe morir a todos los aspectos monstruosos de su vida terrena para alcanzar el conocimiento de sí mismo, muriendo a los pecados capitales por medio de la práctica de las virtudes, tal como recomienda don Quijote. (Quijote, II, 8, 484) En “El curioso impertinente”, Lotario intentará disuadir a su amigo Anselmo de su propuesta de seducir a Camila para probar su integridad y honra diciéndole que al pedirle que realice esa prueba lo lleva por “… el laberinto donde has entrado y de donde quieres que yo te saque.” (Quijote, I, Cap. 23, 265-6) En el camino hacia el centro en la búsqueda de la verdad, alguien deberá morir.


b) La vida como un teatro donde el hombre representa un papel. Tema caro a Calderón de la Barca. El hombre es una marioneta manejada por los hilos del Destino que representa un personaje. En “El curioso impertinente”, el tema aparece claramente en la puesta en escena que Camila, Lotario y Leonela “montan” en la recámara para el espectador Anselmo: “Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían.” (Quijote, I, Cap. 24, 279 a 285)



c) La vida como un sueño. La idea es que el hombre vive dormido y sueña su vida sin despertar de la ilusión. Un tema muy trabajado por Quevedo. Aparece en el Antiguo Testamento, libro de Job 14,12 y también en el Nuevo Testamento, en San Juan. Anselmo “vive” creyendo que Camila es su “margarita preciosa” (p. 285) pero todos sabemos que ella no es inmaculada y que, por oposición y contraste, Cervantes construye un personaje “manchado” y una perla “berrueca”, personaje caído en el pecado cuando ella pierde su virtud. Camila representa en su construcción a la obra de arte del barroco. Anselmo conocerá la realidad por el comentario de un ciudadano que viene de Florencia. La realidad lo enfrentará con su propia monstruosidad. El desenlace está preparado. El hombre que “despierta” del sueño debe “vivir” en la Verdad, pero Anselmo no puede y sólo le resta … escribir su confesión a Camila y perdonarla pero… (Quijote, I, Cap. 25, 291-2))



Miguel de Cervantes Saavedra publica la primera parte de su libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en 1605; la segunda parte de la obra aparecerá en 1615 bajo el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.
En la obra de Miguel de Cervantes se puede apreciar el pasaje de las ideas y la propuesta estética del Renacimiento a las del Barroco. Ya dijimos que la figura de Camila representa a la obra de arte del barroco. En realidad, la construcción del personaje de Camila permite apreciar el pasaje que realiza Cervantes de las ideas estéticas del Renacimiento a las del Barroco. En primer lugar, construirá a la dama como una esposa magnífica. Lotario la compara con el diamante, el armiño y las rosas de un jardín cerrado. Ella representa los tres reinos de la naturaleza. Pero, luego de su relación amorosa con Lotario, Anselmo la “piensa” para sí mismo como una “margarita preciosa” y todos nosotros sabemos que la construye por la negativa, por la oposición: Camila es una “perla imperfecta”. Con el personaje de Camila, Cervantes muestra el vaivén entre las dos vías de la ascética, a saber, la vía positiva de la Belleza o vía catafática y la vía negativa de la Monstruosidad o vía apofática. Sendas opuestas y complementarias. Son dos maneras de “ponerle el cuerpo” a la vida, aparentemente opuestas pero complementarias en Cervantes, son los dos caminos que don Quijote señala al hablar de los caballeros de corte y los caballeros andantes:

“… no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes; de todos ha de haber en el mundo y, aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo mirando un mapa (…) pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, (…) medimos toda la tierra con nuestros propios pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados sino en su mismo ser…” (Quijote, II, 6)

Don Quijote es, ante todo, un lector de libros de caballería que “vive” la ilusión de convertirse en caballero andante. Nuestro personaje debe abandonar la biblioteca y salir al camino porque ¿dónde se ha visto caballero andante encerrado en una biblioteca? El Quijote comienza cuando el personaje deja de leer para … vivir. Su experiencia de camino es un recorrido laberíntico hasta llegar al centro de sí mismo, al encuentro del conocimiento más difícil de alcanzar en este mundo: el conocimiento de sí mismo. Don Quijote es el seudónimo que adopta el personaje de este libro a lo largo de dos tomos y, solamente al final de la historia, cuando él despierta de la ilusión de la vida y dice su verdadero nombre, llega a la Verdad porque dice quién es: Alonso Quijano. La llegada al centro de sí mismo implica vencerse a sí mismo como enseña el cuadro de Los siete pecados capitales de El Bosco que Felipe II tenía en su recámara

“Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. (…) Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino (…) “Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el bueno.” (2, 74, 864 y 865)

Don Quijote ha elegido poner los pies en la tierra y peregrinar en la búsqueda del conocimiento de sí mismo. Por eso es interesante reflexionar sobre los indicios y las repeticiones que ocurren en sus tres salidas: el lector atento “lee” que don Quijote atraviesa tres puertas. Esas tres puertas que atraviesa en cada una de sus tres salidas representan diferentes momentos de madurez interior del personaje que pugna por llegar a una Verdad, a Su Verdad, y salir de las sombras del sueño y la “ilusión” de la vida, de las “sombras caliginosas de la ignorancia”. Un antiguo refrán sentencia que “Donde una puerta se cierra otra se abre.” Mencionadas inmediatamente antes de cada una de las tres salidas que realiza el héroe cervantino, las puertas parecieran anticipar la experiencia de camino que espera al peregrino caballero. Muchos ritos de pasaje se simbolizan en las diversas culturas por medio de una puerta y el franquear una puerta alude a penetrar en otras condiciones de vida, es decir, en otro estado de conciencia. La puerta simboliza un lugar de pasaje entre dos estados, entre dos mundos, entre lo conocido y lo desconocido, el pasaje del dominio de lo profano al dominio sagrado. Son tres las puertas que separan a don Quijote del encuentro consigo mismo: la puerta falsa de un corral, la puerta amurada del aposento de sus libros y la puerta de su locura.

1. Primera salida: La puerta falsa de un corral
“Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo.”(Parte 1, Capítulo 2, p.29)

2. Segunda Salida: La puerta amurada del aposento de los libros
“Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el mal de su amigo fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quizá quitando la causa, cesaría el efeto), y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se levantó don Quijote y, lo primero que hizo, fue a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza , preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo. -No era diablo –replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró aposento, y no sé en el lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno…” (Parte 1, capítulo 7, p. 58)


3. Tercera Salida: La puerta de su locura
“-¿Qué es esto, señora ama? ¿Qué le ha acontecido, que parece que se le quiere arrancar el alma?
-No es nada, señor Sansón mío, sino que mi amo se sale; ¡sálese, sin duda!
-Y ¿por dónde se sale, señora? –preguntó Sansón-. ¿Hácele roto alguna parte de su cuerpo?
-No se sale –respondió ella- sino por la puerta de su locura.” (Parte 2, Capítulo 7, p. 475)


Don Quijote deja de ser un lector encerrado en la placidez de la biblioteca y decide convertirse en un caminante, un peregrino. El personaje pasa de concentrarse en los ojos y las manos que leen y sostienen un libro a sopesar el frío de la espada y sus ojos mirarán el camino por donde transitan sus pies. Pasa de la inmovilización a la movilización del cuerpo. De los libros a la espada. De la acogedora biblioteca a las inclemencias del camino. En los pies se concentra la representación del espíritu iniciático del ser humano; don Quijote, al abandonar el encierro de su biblioteca, deberá confrontar la realidad creada en su mente con la realidad del mundo exterior, avanzando en el ciclo de iniciación. O, en otras palabras, deberá comprender que allí donde están sus pies deben permanecer sus ojos y trabajar sus manos, para que la venta no sea castillo y los molinos de viento no se confundan con gigantes, comprensión que llegará recién con el desengaño final y la revelación de la identidad verdadera que preceden a su muerte. Y el camino emprendido será laberíntico porque el sendero lo conduce hacia un centro donde batallar contra el Monstruo que lo habita, como Teseo derrotó al Minotauro. Es un camino exterior pero también interior donde se conjugan la hazaña física y la hazaña espiritual según J. Campbell ya que se vence al Monstruo interior al doblegar los pecados capitales por medio del ejercicio de las Virtudes. Quizá sea ésta una de las ideas que hace del Quijote el libro más leído de la historia.

En esta búsqueda del conocimiento de sí mismo, don Quijote se concentra primeramente en los libros de su biblioteca, luego, en el mundo exterior donde se desarrolla la confrontación con la realidad y, por último, en su propio interior, donde encontrará la Verdad a partir de la confluencia de aquellas dos instancias de aprendizaje, aparentemente opuestas pero complementarias. Letras y armas, aprendizaje realizado en los libros y aprendizaje realizado en la experiencia del camino. Cervantes, como don Quijote, de profesión escritor y soldado. Habría un desplazamiento, desde la puerta del corral y por la puerta amurada de la biblioteca hasta llegar, finalmente, a “la puerta de su locura”, un pasaje del mundo de los nombres al de la acción, del mundo de la palabra escrita y leída al mundo de la experiencia. Don Quijote deja de leer libros para leer los indicios o las marcas de la experiencia de la vida. Ya nadie le contará historias: él las vivirá en carne propia. Don Quijote deja de soñar para conocerse a sí mismo y alcanzar la realidad. Deja de ser el personaje “don Quijote” para ser “Alonso Quijano”, el hombre.

Las citas del Quijote pertenecen a CERVANTES SAAVEDRA, Miguel de, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, fragmentos de la edición preparada por Celina de Cortázar e Isaías Lerner, 2 tomos, Buenos Aires, Huemul, 1983.


(1) Silvana Arena, "El camino de don Quijote en la búsqueda del conocimiento de sí mismo", en Actas del Congreso Internacional "El Quijote en Buenos Aires: lecturas cervantinas en el cuarto centenario", Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2006.

Heródoto de Halicarnaso. La historia del rey Candaules, su bella esposa la reina y Giges el privado.

Heródoto de Halicarnaso, (484 a 425 a de C), Los nueve libros de la historia, Libro I, VIII a XIII.
VIII. Este monarca, Candaules, perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos[18]: —«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.» Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —« ¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿Me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.»
IX. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así:
—«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer.
XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: —«No hay remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.» Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: —«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? — ¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.»
XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario, poeta contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros.
XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos. Porque como los lydios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Giges, y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Giges fuese rey de los lidios, reinase en hora buena, pera si no, que se restituyese el mando a los Heráclidas. El oráculo otorgó a Giges el reino, en el cual se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pitia[21] de añadir, que se reservaba a los Heráclidas su satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Giges; vaticinio de que ni los lidios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con el tiempo se viera realizado.
(1) Esta narración de Herodoto, por más amigo que parezca de cuentos y rodeos, no tiene traza de ser tan fabulosa como la que Platón nos dio del pastor Gyges en el Libro 2 De república; mayormente concordando Archilocho Pario, poeta muy antiguo, con Heródoto en lo sustancial del suceso. [o Arquíloco fue un lírico griego arcaico (Paros, 712- ca. 664 a.C.) - N.E.]
(2) Nombre de la sacerdotisa de Delfos.

Heródoto de Halicarnaso, (484 a 425 a de C), Los Nueve Libros de la Historia,Traducción de P. Bartolomé Pou, S.J., (1727-1802) Versión para eBooksBrasil , Fuentes Digitales, Texto: wikisource.org, Contenido disponible bajo los términos de GNU Free Documentation:www.gnu.org/copyleft/fdl.html, © 2006.Heródoto de Halicarnaso, (484 a 425 a de C), Los Nueve Libros de la Historia,Traducción de P. Bartolomé Pou, S.J., (1727-1802) Versión para eBooksBrasil , Fuentes Digitales, Texto: wikisource.org, Contenido disponible bajo los términos de GNU Free Documentation:www.gnu.org/copyleft/fdl.html, © 2006.

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domingo, 22 de mayo de 2011

Juan José Saer, Verde y negro.







a Raúl Beceyro
Palabra de honor, no la había visto en la perra vida. Eran a como la una y media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los árboles. Era sábado, y al otro día no laburaba. La mina arrimó el Falcon al cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, en segunda. Cómo habré ido de distraído que anduvimos así cosa de treinta metros y ella tuvo que frenar y llamarme en voz alta para que me diera vuelta. Lo primero que se me cruzó por la cabeza era que se había confundido, así que me quedé parado en medio de la vereda y ella tuvo que volverme a llamar. No sé qué cara habré puesto, pero ella se reía.



-¿A mí, señora? -le digo, arrimándome.


-Sí -dice ella-. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?





Se había inclinado sobre la ventanilla, pero yo no podía verla bien debido a la sombra de los árboles. Los ojos le echaban unas chispas amarillas, como los de un gato; se reía tanto que pensé que había alguno con ella en el auto y estaban tratando de agarrarme para la farra. Me incliné.




-¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos? -Sí -dijo la mina. Por la voz, le di unos treinta años.




El Gallego sabe tener importados de contrabando, una o dos cajas guardadas en el dormitorio. Si uno de nosotros se quiere tirar una cana al aire, se lo dice y el Gallego le contesta en voz baja que vuelva a los quince minutos.




-De aquí a tres cuadras hay un bar -le dije-. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?



-Más o menos -dijo.




Me preguntó si estaba muy apurado y si quería acompañarla. "Zápate, pensé; una jovata alzada que quiere cargarme en el coche para tirarse conmigo en una zanja cualquiera" . El corazón me empezó a golpear fuerte dentro del pecho. Pero después pensé que si por casualidad el Gallego no había cerrado todavía y me veía aparecer con semejante mina en un bote como el que manejaba, bajándome a comprar cigarrillos americanos, todo el barrio iba a decir al otro día que yo estaba dándome a la mala vida y que estaba por dejar de laburar para hacerme cafisio. Para colmo, en verano las viejas son capaces de amanecer sentadas en la vereda.





-Ya debe de estar cerrado -le dije, y no sé en qué otra parte puede haber. La mina me tuteó de golpe.



-¿Tenés miedo? -dijo, riéndose.



Encendió la luz de adentro del coche.



-¿No ves que estoy sola? -dijo.




Mi viejo era del sur de Italia, y los muchachos me cargan en cuestión minas, porque dicen que yo, aparte de laburar y amarrocar para casarme, no pienso en otra cosa. Dicen que los que venimos de sicilianos tenemos la sangre caliente. No sé si será verdad, y no pude ver mi propia cara, pero por la risa de ella me di cuenta de que con uno solo de los muchachos que hubiese estado presente, en lo del Gallego me habrían agarrado de punto para toda la vida. Era rubia y tostada y llena por todas partes, que parecía una estrella de cine. "No me lo van a creer", pensé. "No me lo van a creer cuando se los cuente". Sentí calor en los brazos, en las piernas y en el estómago. Tragué saliva y me incliné más y ella me dio lugar para que me apoyara en el marco de la ventanilla. Tenía un vestido verde ajustado y alzado tan arriba de las rodillas, seguro que para manejar más cómoda, que poco más y le veo hasta el apellido. ¡Hay que ver cómo son las minas de ahora! ¡Y pensar que la hermana de uno es capaz de andar en semejante pomada, y uno ni siquiera enterarse!





-No -le dije-, qué voy a tener miedo. ¿Miedo de qué?



-Y, no sé -dijo ella-. Como no querés acompañarme...



A las minas hay que hacerlas desear; cuando uno más se hace el desentendido, a ellas más les gusta la pierna, sobre todo si se avivan de que uno es piola. Ahí no más la traté de vos.




-¿Acompañarte adónde? -le dije.



-No te hagás el gil -me dijo ella, sonriendo. Después se puso seria-. Ando buscando gente para ir a una fiesta.



Cosa curiosa: se reía con la mitad de la cara, con la boca nada más, porque los ojos amarillos no parecían ni verme cuando se topaban conmigo.



-No estoy vestido -le dije.




Ahí sí me miró fijo, a los ojos.



-Subí -me dijo.



Abrí la puerta, despacio, mirándola; ella se corrió al volante, y yo me senté sobre el tapizado rojo protegido con una funda de nailon. Pensé que ver la vida desde un bote así, siempre, es algo que debe reconciliarlo a uno con todo: con la mala sangre del laburo, los gobiernos de porquería y lo traicionera que es la mujer. Le puse la mano sobre la gamba mientras lo pensaba: tenía la carne dura, caliente, musculosa, y yo sentía los músculos contraerse cuando apretaba el acelerador. "No me lo van a creer cuando se los cuente", pensé, y como vi que la mina me daba calce me apreté contra ella y le puse la mano en el hombro.





-¿Dónde es la fiesta? -le pregunté.





-En mi casa -dijo vigilando el camino, sin mirarme.




Doblamos en la primera esquina y empezamos a correr en dirección a la Avenida. Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Había bailes por todas partes, se ve, porque los coches corrían en todas direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas, hombres de traje azul o blanco o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados. De golpe me acordé que en Gimnasia y Esgrima estaban D'Arienzo y Varela-Varelita, y por un momento me dio bronca que se me hubiese pasado, pero cuando sentí la gamba de la mina moviéndose contra la mía para aplicar el freno, pensé: "Pobres de ellos". El Falcon entró en la Avenida y empezó a correr hacia el norte.


















-Separáte un poco hasta que pasemos la Avenida -me dijo la mina. Ibamos a noventa por la Avenida por lo menos. Se ve que a la mina le gustaba correr, cosa que no me gustó ni medio, porque había mucho tráfico a esa hora, y la Avenida no es para levantar tanta velocidad. Cuando la Avenida se acabó, doblamos por una calle oscura, llena de árboles, y la mina aminoró la marcha, para cuidar los elásticos por cuestión del empedrado. Yo volví a juntarme con ella y ella se rió. Se dejó besar el cuello y me pidió un cigarrillo.












-Fumo negros -le dije.






-No importa -dijo ella.












Le puse el Particular con filtro en los labios y se lo encendí con la carucita. La llama le iluminó los ojos amarillos, que miraban fija la calle adelante, como si no la vieran. La luz de los faros hacía brillar las hojas de los paraísos. No se veía un alma por la zona. Cuando le toqué otra vez la pierna me pareció demasiado dura, como si fuera de piedra maciza, y ya no estaba caliente. No voy a decir que estaba fría, la verdad, pero le noté algo raro. A la mitad de la cuadra, en la calle oscura, aplicó los frenos y paró el coche al lado del cordón. La casa era chiquita y el frente bastante parecido al de mi casa, con una ventana a cada lado de la puerta. De una de las ventanas salían unos listones de luz a través de las persianas que apenas se alcanzaban a distinguir. La mina apagó todas las luces del auto y se echó contra el respaldar del asiento, suspirando y dándole dos o tres pitadas al cigarrillo. Después tiró el pucho a la vereda.












-Llegamos -dijo.












A mí me la iba hacer tragar, de que con semejante bote iba a vivir ahí. Era un bulín, clavado, pero no se lo dije, porque me fui al bofe en seguida, y ella me dejó hacer. Estuvimos como cinco minutos a los manotazos, y me dejó cancha libre; pero no sé, había algo que no funcionaba, me daba la impresión de que con todo, ella seguía mirando la calle por arriba de mi cabeza con sus ojos amarillos. Después me acarició y me dijo despacito:












-Vení, vamos a bajar. No hagás ruido.












Bajamos, y ella cerró la puerta sin hacer ruido. La puerta de calle del bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de alguno de los cuartos, la que se veía desde la calle, seguro. Por un momento tuve miedo de que estuviera esperándome alguno para amasijarme, pero después pensé que una mina que aparecía en un Falcon no podía traer malas intenciones. En seguida se me borraron los pensamientos, porque la cosa me agarró la mano, se apoyó en la pared y me apretó contra ella, cerrando la puerta de calle. Me empezó a pedir que le dijera cosas, y yo le dije "corazón", o "tesoro", o algo así; pero ella me dijo con una especie de furia, sacudiendo la cabeza, que no era eso lo que quería escuchar, sino algo diferente. Era feo lo que quería, la verdad; para qué vamos a decir una cosa por otra. Y cuando empecé a decírselas -uno pierde la cabeza en esos casos, queda como ciego y hace lo que le piden- me pidió que se las dijera más fuerte. Yo estaba casi gritándoselas cuando ella dejó de escucharme, me agarró de la manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, me arrastró hasta el dormitorio, que era la pieza que estaba con la luz encendida. No había más que la cama de dos plazas y una silla. Me dio la impresión de que no había un mueble más en toda la casa. Con ese coche, y un bulín tan desprovisto. Pensé que no le interesaba más que la cama y una silla cualquiera para dejar la ropa.












Se desnudó rápido, y yo también. Nos metimos en la cama. Al inclinarme sobre la mina pensé que si no la hubiese encontrado en la vereda de mi barrio, en ese momento estaría durmiendo en mi cama, hecho una piedra, como muerto, porque yo nunca sueño. Quién la había hecho doblar por esa esquina, y quién me había hecho a mí ir al bar del Gallego, y quién me había hecho retirarme a la hora que me retiré para que ella me encontrara caminando despacio bajo los árboles, es algo que siempre pienso y nunca digo, para que no me tomen para la farra. Ahí nomás me le afirmé y empecé a serruchar y ella me fue respondiendo con todo, cada vez más. Las minas se ablandan a medida que el asunto empieza a avanzar; tienen varias marchas, como el Falcon: pasan de la primera a la segunda, y después a la tercera, y hasta a la cuarta, para la marcha de carretera. Uno, en cambio, se larga en primera y atodavelocidad, y a la mitad del camino queda fundido. Algo siguió funcionando dentro de ella después que yo terminé, porque todo el cuerpo se le puso duro y áspero como un tablón de madera y cerró los ojos, y agarrándome los hombros me apretó tan fuerte que al otro día cuando desperté en mi casa todavía sentía un ardor, y mirándome en el espejo vi que tenía todo colorado. Después la mina se aflojó y se puso a llorar bajito. Lloró sin decir palabra durante un rato y después empezó a hablar. "Siempre lo mismo", pensé. "Primero te hacen hacer cualquier locura, y después que te sacaron el jugo como a una naranja, se ponen a llorar".












-¿Qué me hacés hacer? -dijo la mina, llorando bajito- . ¿Hasta cuándo vamos a seguir haciéndolo? ¿Todo esto en nombre del amor? ¿Para no separarnos? Es insoportable .












Lloraba y sacudía la cabeza contra la almohada húmeda.












Insoportable. Insoportable -decía, mirando siempre fijo por encima de mi cabeza con sus ojos amarillos.












Yo no le dije nada, porque si uno se pone a discutir con una mina en esa situación, seguro que la mina termina cargándole el muerto. "Me he hecho llamar puta para vos en el umbral", dijo la mina. Ahí empezó a pegar un alarido que cortó por la mitad, como si se ahogara, y siguió llorando. No tuve tiempo de pensar nada, y no por falta de voluntad, porque en el momento en que la mina dijo eso y trató de pegar el alarido, ya había empezado a trabajarme el balero y a hacerme sentir que esa mirada amarilla que la mina no parecía fijar en ninguna parte, había estado siempre fija en algo que nadie más que ella veía; tanto me trabajó el balero que estuve a punto de pensar que yo no era más que la sombra de lo que ella veía. Pero el llanto del tipo sonó atrás mío antes de que yo empezara a carburar, y ése fue el momento en que salté de la cama, desnudo como estaba: justo cuando sonó su voz, entorpecida por el llanto.












-Dios mío. Dios mío -dijo.












Estaba parado en la puerta del dormitorio, en pantalón y camisa. Se tapaba la cara con la mano, y no paraba de llorar. Pensé que era el macho o el marido y que nos había pescado con las manos en la masa, y me vi fiambre. Pero ni se fijó en mí. La mina estaba desnuda sobre la cama y lloraba mirándolo al punto que seguía con la cara tapada con la mano y no paraba de llorar. Si antes yo había sentido que era como una sombra, ahora sentía que ni eso era. "Dios mío. Dios mío", era todo lo que decía el tipo. Y la mina lo miraba fijamente y lloraba sin hablar. Cuando terminé de vestirme me acerqué a la cama.












-Señora -dije-.












La mina ni me miró. Tenía los ojos amarillos clavados en el tipo y pareció no escucharme. -¿Estás satisfecho? -dijo-. ¿Estás satisfecho?












-Amor mío -dijo el tipo, sin sacarse la mano de la cara.


















Salí abrochándome el cinto y tuve que ponerme de costado para pasar por la puerta, porque el tipo ni se movió. Tenía una camisa blanca desabrochada hasta más abajo del pecho y se le veía la piel tostada. Se notaba a la legua que estaba quedándole poco pelo en la cabeza, porque eso que la mano dejaba ver encima de las cejas medias levantadas, era más alto que una frente. Parecía recién bañado, por el olor que le sentí. Para mí que había estado todo el día al sol, en el río, tanta fue la sensación de salud que me dio cuando pasé al lado de él.


















Atravesé el umbral negro y salí a la calle. El Falcon estaba ahí, con las luces apagadas. Me paré un momento delante de las rayitas de luz que se colaban a la calle, y arrimando el oído a la persiana del dormitorio los oí llorar. Traté de espiar por las rendijas de la ventana, pero no vi una papa. Solamente escuché otra vez la voz de la mina, diciendo esta vez ella "Amor mío" y después cómo lloraban los dos, y después nada más. Me paré recién un par de cuadras más adelante, porque empezó a fallarme la carucita, y aunque no había viento me tuve que arrimar a la pared para poder encender el Particular con filtro que me temblaba apenas en los labios . Con el primer chorro de humo seguí caminando bajo los árboles oscuros, pero ni silbé nada, ni me puse las manos en los bolsillos del pantalón. Tenía la espalda pegada a la camisa, que estaba hecha sopa. Cuando tiré el Particular con filtro y encendí el otro, sobre el pucho, la carucita no me falló, y llegué a la Avenida. Pensé en el bar del Gallego y en los muchachos, y en la cara que hubiesen puesto si se me hubiese dado por contárselo. Había menos gente en la Avenida, pero seguro que al terminar todos los bailes las calles iban a llenarse otra vez . Miré y vi que estaba lejos del barrio, y sintiendo en la cara un aire fresco que estaba empezando a correr, me apuré un poco, cosa de no perder el último colectivo.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Clarice Lispector, El triunfo (1940)





A veces andamos a ritmo diferente con los que comparten nuestra vida; perdí uno de estos metrónomos en la mudanza y me gustó la imagen para este cuento. Me gusta para mí. Silvana.







"El triunfo" de Clarice Lispector es su primer texto publicado. Apareció en el diario Pan Nº 227 de Río de Janeiro, 25 de mayo de 1940, págs. 11-13.

El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de
una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara
mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del
jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar
la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura,
la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento,
burlando la vigilancia de la cortina leve.



Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas,
el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro
allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad
llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas.
Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los
fija en el techo. Lentamente el día le va entrando en el
cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos,
menudos y apresurados. Un niño corre por el camino,
piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento
escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente,
porque la casa está apartada, bien aislada. Pero... ¿y
aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de
pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento
del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea
de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación.
De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada
en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo.
Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios,
la otra cama de la habitación. Está vacía.
Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la
cabeza inclinada, los ojos cerrados.




Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche,
la atormentada noche que vino después y se prolongó
hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las
maletas, las maletas que sólo hacía dos semanas que habían
llegado festivas, con pegatinas de París, Milán. Se llevó también
al criado que había venido con ellos. El silencio de la
casa quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se
habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el intelectual
fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con
el dedo. Y aquella sensación ya experimentada otras veces
cuando se peleaban: si se va me muero, me muero. Oía aún
sus palabras.
–¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo
a quien quieras, a quien no tenga nada que hacer! ¿Me
entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada!
Me siento encadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus
caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te detesto!, ¡piénsalo bien,
te detesto! Yo...
Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la
amenaza de su partida. Luísa, ante esa palabra, se transformaba.
Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí,
le había suplicado que se quedase, con una palidez y locura
tales en el rostro que las otras veces él lo había aceptado.
Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba
de lo que nunca imaginaba que fuese una humillación,
pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos
que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado,
como las otras, casi sin motivo. Luísa lo había interrumpido,
decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro.



Le había cortado la inspiración
en el instante exacto en que nacía con una frase tonta
sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad,
cariño?». Dijo que necesitaba condiciones para producir,
para continuar su novela, segada desde el principio
por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a
donde pudiese encontrar «el ambiente».
Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la
habitación, como si le hubiesen extraído del cuerpo toda
el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril
encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los
anchos hombros amados estremeciéndose de risa, que
todo era una broma, un experimento para una página de
su libro.
Pero el silencio se había prolongado infinitamente, sólo
rasgado por el ruido monótono de la cigarra. La noche sin
luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco
de junio la hacía estremecerse.
«Se ha ido», pensó. «Se ha ido.» Nunca le había parecido
tan llena de sentido esa expresión, aunque la hubiese
leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha
ido» no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la
cabeza y en el pecho. Si la golpeasen allí, imaginaba, sonaría
metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente,
con una calma exagerada, como si se tratase de algo
neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora? Recorrió con la
mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó
la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No había quedado
nada. Se asustó. «Se ha ido.»
Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el
sueño. De madrugada, debilitada por la vigilia y por el dolor,
con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una
semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes,
las más locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas
y ya fugitivas.



Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó
un grito agudo. Todo se ha paralizado desde ayer, piensa
Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber
qué hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos.
Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de
fluidez y movilidad. Nunca había reparado en el cuadro.
De repente, como un dardo, una herida dura y profunda:
«se ha ido» ¡No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha
enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado.
Corre, empuja la puerta. Vacía.



Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve febrilmente
los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna
nota, diciendo, por ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo
mañana». No, ¡hoy mismo! Sólo encuentra una hoja de
papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado
desde hace seguramente dos horas y todavía no he conseguido
concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada
que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se
posa en ningún sitio. No consigo escribir. No consigo escribir.
Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad
es tan...» Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había
sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda
absorta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad,
de pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge...
murmura débilmente. Desearía no haber leído aquella
confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente.



Llora hasta el cansancio.
Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo.
Está despertando. Se anima. Se trenza el pelo, lo
prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir
la piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala.
Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo
que ya no le hace falta.



El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las
ventanas de golpe. Y la claridad penetra con ímpetu. El
aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara.
Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa
se queda ligeramente sorprendida. Hay tanto encanto
en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y
reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles
en alameda que terminan a lo lejos en la carretera
roja de barro... En realidad nunca había reparado en nada
de eso. Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Sólo
él existía. Él se había ido. Y las cosas no estaban del todo
desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó
la mano por la frente, quería alejar los pensamientos. Con
él había aprendido la tortura (sic) (1) las ideas, profundizando
en sus menores partículas.




Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que
hacer y temía pensar, cogió unas piezas de ropa puestas
para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero.
Se arremangó, se subió los pantalones del pijama y
empezó a fregarlas con jabón. Inclinada así, moviendo los
brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el
esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió
a sí misma. Paró, dejó de fruncir el ceño y se quedó
mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía
de aquel hombre... Le pareció oír su risa irónica,
citando a Schopenhauer, Platón, que pensaron y pensaron...
Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le
secó la espuma de los dedos.



Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero
y simple del jabón. El trabajo le había dado calor. Miró
el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor...
De repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del
todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole
un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía
reír de placer. Desde su bañera tenía una vista maravillosa,
bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil.



La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó
absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los
labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su
cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor
bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa,
un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor
la mañana perfecta, respirando profundamente y
sintiendo, casi con orgullo, su corazón latiendo cadencioso
y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rió. Él
volvería, porque ella era la más fuerte.

(1) Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible
errata o lectura ambigua. (N. de la T.)

miércoles, 27 de abril de 2011

Woody Allen, Por encima de la ley, debajo de los sommiers.







Un ama de llaves que trabaja gratis descubre que alguien violó la ley al arrancar las etiquetas de los colchones de sus patrones. El humor y la crítica social desbordan en esta historia que el gran guionista y director de cine publicó originalmente en el semanario The New Yorker.

Wilton Creek se localiza en el centro de las Grandes Planicies, al norte de Shepherd’s Grove, a la izquierda de Dobb’s Point y justo encima de los acantilados que forman la constante de Planck. La tierra es cultivable y se encuentra sobre todo en el suelo.

Una vez al año, los vientos huracanados provenientes del Kinnah Hurrah cortan veloces los campos abiertos, llevándose consigo a los granjeros que realizan su faena y depositándolos cientos de millas más al Sur, donde con frecuencia deciden reestablecerse y abren boutiques.

En la mañana gris de un martes de junio, Comfort Tobias, el ama de llaves de los Washburn, entró en la casa de sus patrones tal y como lo había hecho cada día de los últimos diecisiete años. El hecho de que la hubieran despedido nueve años antes no impedía que Comfort fuera a limpiar, y desde que los Washburn dejaron de pagarle por sus servicios, la valoran más que nunca –antes de trabajar para los Washburn, Tobias era una susurradora de caballos en un rancho en Texas, hasta que padeció una crisis nerviosa cuando un caballo le contestó en un susurro–.

–Lo que más me sorprendió –recuerda– es que el caballo sabía mi número del seguro social.

Cuando aquel martes Comfort Tobias entró en la casa de los Washburn, la familia se encontraba fuera, de vacaciones. (Se habían embarcado como polizones en un crucero que iba a las islas griegas, y a pesar de que se escondían en toneles y soportaron tres semanas sin comida ni agua, los Washburn se las arreglaban todos los días para colarse hasta cubierta a las tres de la madrugada y jugar golfito). Tobias subió las escaleras para cambiar un foco.

–A Mrs. Washburn le gusta que cambien sus focos cada martes y viernes, sea o no necesario –explicó–. Le encantan los focos frescos. Las sábanas las cambiamos una vez al año.

En el instante en que el ama de llaves entró en la recámara principal, supo que algo andaba mal. Fue entonces que lo vio. ¡No podía creer lo que tenía ante sus ojos! Alguien había estado en el colchón y arrancado la etiqueta que decía: “Está prohibido por la ley quitar esta etiqueta si Ud. no es el consumidor”. Tobias se estremeció. Se le doblaron las piernas y sintió náuseas. Algo le dijo que fuera a ver las recámaras de los niños y, cómo no, allí también habían arrancado las etiquetas de los colchones.

La sangre se le heló al descubrir una anchísima sombra deslizarse ominosa sobre la pared. El corazón se le salía por la boca y estuvo a punto de gritar hasta que reconoció su propia sombra, y luego de hacerse el firme propósito de ponerse a dieta, le telefoneó a la policía.

–Jamás había visto nada parecido –dijo el jefe Homer Pugh–. Cosas como ésta no suceden en Wilton Creek. Bueno, una vez alguien se metió a la pastelería del pueblo y se chupó la mermelada de las donas, pero la tercera vez que ocurrió colocamos francotiradores en el techo y lo matamos en el acto.

–¿Por qué, por qué? –sollozaba Bonnie Beale, una vecina de los Washburn–. Tan absurdo, tan cruel. ¿En qué clase de mundo vivimos para que alguien que no es el consumidor arranque las etiquetas de los colchones?

–Antes de esto –declaró Maude Figgins, la maestra del pueblo–, cuando salía siempre podía dejar mis colchones en la casa. Pero ahora cada vez que salgo, lo mismo de compras que para cenar, me llevo conmigo todos los colchones de la casa.

Poco después, a la medianoche, dos personas iban a toda velocidad por la carretera que va a Amarillo, Texas, en un Ford rojo con placas falsas que de lejos parecían verdaderas, pero luego de observarlas con mayor detenimiento uno descubría que estaban hechas de mazapán. El conductor tenía un tatuaje en el antebrazo derecho que decía: “Paz, Amor, Decencia”. Cuando se levantaba la manga izquierda, sin embargo, mostraba otro tatuaje con la leyenda: “Error de impresión. No le hagan caso a mi antebrazo derecho”.

A su lado se encontraba una joven mujer rubia que podría haberse considerado hermosa si no hubiera sido la viva imagen del Maestro Yoda. El conductor, Beau Stubbs, acababa de fugarse de la prisión de San Quintín, adonde lo habían encerrado por conducta desordenada. A Stubbs lo declararon culpable de tirar una envoltura de TinLarín en la calle y el juez, aduciendo que Stubbs no había mostrado el mínimo arrepentimiento, lo sentenció a dos cadenas perpetuas consecutivas.

La mujer, Doxy Nash, se había casado con un empresario de pompas fúnebres y trabajaba con él. Stubbs entró a su agencia funeraria un día, sólo para ver. Fascinado, trató de entablar conversación con Doxy, pero ella estaba muy atareada cremando a alguien. No pasó mucho tiempo antes de que Stubbs y Doxy Nash comenzaran a tener una relación secreta, a pesar de que ella lo descubrió casi de inmediato.

A su marido empresario de pompas fúnebres, Wilbur, le cayó bien Stubbs y le ofreció enterrarlo gratis si aceptaba hacerlo ese mismo día. Como única respuesta, Stubbs lo noqueó y huyó con su esposa, no sin antes sustituirla por una muñeca inflable. Una noche, luego de los tres años más felices de su vida, Wilbur Nash se quedó intrigado cuando le pidió a su mujer más pollo y ella de pronto reventó y revoloteó por todo el cuarto en círculos cada vez más pequeños hasta quedarse quieta en la alfombra.

De la cabeza hasta los pies con calcetines, que mantenía en un amplio saco de excursionista junto con sus pies verdaderos, Homer Pugh alzaba un metro con setenta y dos centímetros. Pugh ha sido policía desde que guarda memoria. Su padre fue un célebre asaltabancos y la única forma en que Pugh pudo pasar algún tiempo de calidad con él fueron las conversaciones que había sostenido con él en cada una de ellas, a pesar de que no pocas se desarrollaron siguiendo la cadencia de los disparos.

Le pregunté a Pugh qué pensaba del caso.

–¿Mi teoría? –me respondió Pugh–. Dos vagabundos que quieren ver el mundo –y comenzó a cantar “Moon River” mientras su mujer, Anne, nos servía unos tragos y yo recibía una cuenta por 56 dólares. Justo en ese momento el teléfono sonó y Pugh lo levantó. La voz del otro lado inundó la habitación con fuerza.

–¿Homer?

–Willard –dijo Pugh. Era Willard Boggs, el Motociclista Boggs de la Policía Estatal de Amarillo. La Policía Estatal en Amarillo es un grupo de excelencia y sus elementos no sólo deben ser físicamente notables, sino que deben pasar un riguroso examen escrito. Boggs reprobó este examen en dos ocasiones: la primera al no poder explicar satisfactoriamente ante el sargento encargado la filosofía de Wittgenstein, y la segunda al cometer un error en su traducción de Ovidio. Pero, como ejemplo de su tesón, Boggs tomó clases especiales y su tesis sobre Jane Austen permanece como un clásico entre el batallón de motociclistas que patrullan las autopistas de Amarillo.

–Le tenemos echado el ojo a una pareja –le dijo al jefe Pugh–. De conducta muy sospechosa.

–¿Cómo qué? –preguntó Pugh mientras encendía el enésimo cigarrillo. Pugh está consciente de los peligros para la salud que causa el tabaquismo, por lo que sólo utiliza cigarrillos de chocolate. Cuando los prende, el chocolate se derrite sobre sus pantalones, origen de cuentas gigantescas de lavandería para el salario de un policía.

–La pareja entró en un restorán elegante de aquí –prosiguió Boggs–. Ordenó una cena completa con barbacoa, vino y todas las guarniciones posibles. Se gastó una cantidad enorme y después trató de pagar con etiquetas de colchón.

–Detenlos –dijo Pugh–. Mándalos aquí, pero sin decirle a nadie cuáles son los cargos. Tan sólo di que concuerdan con la descripción de dos individuos a los que queremos interrogar por acariciar a una gallina.

La ley estatal sobre la alteración de etiquetas de un colchón a manos de alguien que no es su propietario se remonta a principios del siglo XIX, cuando Asa Chones tuvo una disputa con su vecino a propósito de un marrano de su propiedad que se había metido al patio de al lado. Los dos hombres disputaron la posesión del cerdo por varias horas hasta que Chones cayó en la cuenta de que no se trataba de un puerco sino de su esposa.

La cuestión fue sometida al juicio del consejo de ancianos del pueblo, los cuales dictaminaron que las características de la esposa de Chones eran tan porcinas como para justificar la confusión. En un acceso de rabia, Chones irrumpió en la casa del vecino esa misma noche y arrancó todas las etiquetas de los colchones del hombre. Asa Chones fue aprehendido y sometido a juicio. El colchón sin la etiqueta, razonó el veredicto de la corte, “demerita la integridad del relleno”.

Al principio, Nash y Stubbs mantuvieron su inocencia, aduciendo que eran un ventrílocuo y su muñeca. Para las dos de la madrugada, ambos sospechosos comenzaron a flaquear bajo el implacable interrogatorio de Pugh, quien de forma genial había decidido interrogarlos en francés, un lenguaje desconocido para los sospechosos y en el que por lo tanto les resultaba difícil mentir. Al final, Stubbs confesó.

–Nos paramos frente a la casa de los Washburn a la luz de la luna –dijo–. Sabíamos que la puerta principal estaba siempre abierta, pero forzamos la entrada sólo para mantenernos en forma. Doxy volteó todas las fotos familiares de los Washburn hacia la pared para que no hubiera testigos. Supe de los Washburn en la prisión, por Wade Mullaway, un asesino en serie que desmembraba a sus víctimas y se las comía. Trabajó como chef para los Washburn, pero ellos prescindieron de sus servicios el día en que se encontraron una nariz desconocida en el suflé. Yo sabía que no sólo era ilegal sino un crimen contra Dios quitar las etiquetas de los colchones que no son propiedad de uno, pero yo seguí escuchando esta vocecita que me insistía en que lo hiciera. Si no me equivoco era la voz de Walter Cronkite. Yo arranqué la etiqueta del colchón de los padres Washburn, Doxy hizo lo propio con los colchones de los hijos. Estaba empapado en sudor, el cuarto se me hacía borroso, toda mi infancia pasó ante mis ojos, luego la infancia de otro chico y finalmente la infancia del Nizam de Hyderabad.

En el juicio, Stubbs eligió actuar como su propio abogado, pero un conflicto sobre sus honorarios produjo aún más enconos. Visité a Beau Stubbs en el Pabellón de la Muerte, donde numerosas apelaciones lo mantuvieron con vida por una década, tiempo que aprovechó para aprender un oficio y convertirse en un piloto comercial muy calificado. Estuve presente cuando se ejecutó la sentencia.

A Stubbs, Nike le pagó una jugosa cantidad por los derechos para televisión, además de permitir que la compañía de artículos deportivos imprimiera su logo en la capucha que utilizó en el momento decisivo. A pesar de que la pena de muerte en tanto factor disuasorio aún se debate, los estudios más recientes muestran que el promedio de los criminales reincidentes cae casi 50% después de su ejecución.

El autor

Woody Allen nació en 1935 en New York. Su verdadero nombre es Allen Stewart Konigsberg. Inició su carrera a los 15 años, como humorista y monologuista. Escribió relatos, novelas y obras de teatro. Pero la faceta más popular de su arte son sus guiones y trabajo como director y actor de cine. Filmó, entre otros grandes trabajos multipremiados, Zelig, Annie Hall, Hannah y sus hermanas, Manhattan y Crímenes y pecados. Sus temas centrales son la muerte, la religión (el judaísmo) y la sexualidad.

Fuente:www.criticadigital.com

martes, 5 de abril de 2011

Silvina Ocampo, Cielo de claraboyas



Cielo de claraboyas (en Viaje olvidado, 1937)






La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.


Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.




Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera, que no quería dormirse), y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambra que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy obscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.



Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La pollera con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la pollera corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la pollera negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.


El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la pllera furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo obscuro sobre el suelo: “¡voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.



Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.



La pollera volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.



Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya ya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las polleras abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la pollera negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.




Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.