domingo, 22 de mayo de 2011

Juan José Saer, Verde y negro.







a Raúl Beceyro
Palabra de honor, no la había visto en la perra vida. Eran a como la una y media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los árboles. Era sábado, y al otro día no laburaba. La mina arrimó el Falcon al cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, en segunda. Cómo habré ido de distraído que anduvimos así cosa de treinta metros y ella tuvo que frenar y llamarme en voz alta para que me diera vuelta. Lo primero que se me cruzó por la cabeza era que se había confundido, así que me quedé parado en medio de la vereda y ella tuvo que volverme a llamar. No sé qué cara habré puesto, pero ella se reía.



-¿A mí, señora? -le digo, arrimándome.


-Sí -dice ella-. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?





Se había inclinado sobre la ventanilla, pero yo no podía verla bien debido a la sombra de los árboles. Los ojos le echaban unas chispas amarillas, como los de un gato; se reía tanto que pensé que había alguno con ella en el auto y estaban tratando de agarrarme para la farra. Me incliné.




-¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos? -Sí -dijo la mina. Por la voz, le di unos treinta años.




El Gallego sabe tener importados de contrabando, una o dos cajas guardadas en el dormitorio. Si uno de nosotros se quiere tirar una cana al aire, se lo dice y el Gallego le contesta en voz baja que vuelva a los quince minutos.




-De aquí a tres cuadras hay un bar -le dije-. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?



-Más o menos -dijo.




Me preguntó si estaba muy apurado y si quería acompañarla. "Zápate, pensé; una jovata alzada que quiere cargarme en el coche para tirarse conmigo en una zanja cualquiera" . El corazón me empezó a golpear fuerte dentro del pecho. Pero después pensé que si por casualidad el Gallego no había cerrado todavía y me veía aparecer con semejante mina en un bote como el que manejaba, bajándome a comprar cigarrillos americanos, todo el barrio iba a decir al otro día que yo estaba dándome a la mala vida y que estaba por dejar de laburar para hacerme cafisio. Para colmo, en verano las viejas son capaces de amanecer sentadas en la vereda.





-Ya debe de estar cerrado -le dije, y no sé en qué otra parte puede haber. La mina me tuteó de golpe.



-¿Tenés miedo? -dijo, riéndose.



Encendió la luz de adentro del coche.



-¿No ves que estoy sola? -dijo.




Mi viejo era del sur de Italia, y los muchachos me cargan en cuestión minas, porque dicen que yo, aparte de laburar y amarrocar para casarme, no pienso en otra cosa. Dicen que los que venimos de sicilianos tenemos la sangre caliente. No sé si será verdad, y no pude ver mi propia cara, pero por la risa de ella me di cuenta de que con uno solo de los muchachos que hubiese estado presente, en lo del Gallego me habrían agarrado de punto para toda la vida. Era rubia y tostada y llena por todas partes, que parecía una estrella de cine. "No me lo van a creer", pensé. "No me lo van a creer cuando se los cuente". Sentí calor en los brazos, en las piernas y en el estómago. Tragué saliva y me incliné más y ella me dio lugar para que me apoyara en el marco de la ventanilla. Tenía un vestido verde ajustado y alzado tan arriba de las rodillas, seguro que para manejar más cómoda, que poco más y le veo hasta el apellido. ¡Hay que ver cómo son las minas de ahora! ¡Y pensar que la hermana de uno es capaz de andar en semejante pomada, y uno ni siquiera enterarse!





-No -le dije-, qué voy a tener miedo. ¿Miedo de qué?



-Y, no sé -dijo ella-. Como no querés acompañarme...



A las minas hay que hacerlas desear; cuando uno más se hace el desentendido, a ellas más les gusta la pierna, sobre todo si se avivan de que uno es piola. Ahí no más la traté de vos.




-¿Acompañarte adónde? -le dije.



-No te hagás el gil -me dijo ella, sonriendo. Después se puso seria-. Ando buscando gente para ir a una fiesta.



Cosa curiosa: se reía con la mitad de la cara, con la boca nada más, porque los ojos amarillos no parecían ni verme cuando se topaban conmigo.



-No estoy vestido -le dije.




Ahí sí me miró fijo, a los ojos.



-Subí -me dijo.



Abrí la puerta, despacio, mirándola; ella se corrió al volante, y yo me senté sobre el tapizado rojo protegido con una funda de nailon. Pensé que ver la vida desde un bote así, siempre, es algo que debe reconciliarlo a uno con todo: con la mala sangre del laburo, los gobiernos de porquería y lo traicionera que es la mujer. Le puse la mano sobre la gamba mientras lo pensaba: tenía la carne dura, caliente, musculosa, y yo sentía los músculos contraerse cuando apretaba el acelerador. "No me lo van a creer cuando se los cuente", pensé, y como vi que la mina me daba calce me apreté contra ella y le puse la mano en el hombro.





-¿Dónde es la fiesta? -le pregunté.





-En mi casa -dijo vigilando el camino, sin mirarme.




Doblamos en la primera esquina y empezamos a correr en dirección a la Avenida. Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Había bailes por todas partes, se ve, porque los coches corrían en todas direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas, hombres de traje azul o blanco o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados. De golpe me acordé que en Gimnasia y Esgrima estaban D'Arienzo y Varela-Varelita, y por un momento me dio bronca que se me hubiese pasado, pero cuando sentí la gamba de la mina moviéndose contra la mía para aplicar el freno, pensé: "Pobres de ellos". El Falcon entró en la Avenida y empezó a correr hacia el norte.


















-Separáte un poco hasta que pasemos la Avenida -me dijo la mina. Ibamos a noventa por la Avenida por lo menos. Se ve que a la mina le gustaba correr, cosa que no me gustó ni medio, porque había mucho tráfico a esa hora, y la Avenida no es para levantar tanta velocidad. Cuando la Avenida se acabó, doblamos por una calle oscura, llena de árboles, y la mina aminoró la marcha, para cuidar los elásticos por cuestión del empedrado. Yo volví a juntarme con ella y ella se rió. Se dejó besar el cuello y me pidió un cigarrillo.












-Fumo negros -le dije.






-No importa -dijo ella.












Le puse el Particular con filtro en los labios y se lo encendí con la carucita. La llama le iluminó los ojos amarillos, que miraban fija la calle adelante, como si no la vieran. La luz de los faros hacía brillar las hojas de los paraísos. No se veía un alma por la zona. Cuando le toqué otra vez la pierna me pareció demasiado dura, como si fuera de piedra maciza, y ya no estaba caliente. No voy a decir que estaba fría, la verdad, pero le noté algo raro. A la mitad de la cuadra, en la calle oscura, aplicó los frenos y paró el coche al lado del cordón. La casa era chiquita y el frente bastante parecido al de mi casa, con una ventana a cada lado de la puerta. De una de las ventanas salían unos listones de luz a través de las persianas que apenas se alcanzaban a distinguir. La mina apagó todas las luces del auto y se echó contra el respaldar del asiento, suspirando y dándole dos o tres pitadas al cigarrillo. Después tiró el pucho a la vereda.












-Llegamos -dijo.












A mí me la iba hacer tragar, de que con semejante bote iba a vivir ahí. Era un bulín, clavado, pero no se lo dije, porque me fui al bofe en seguida, y ella me dejó hacer. Estuvimos como cinco minutos a los manotazos, y me dejó cancha libre; pero no sé, había algo que no funcionaba, me daba la impresión de que con todo, ella seguía mirando la calle por arriba de mi cabeza con sus ojos amarillos. Después me acarició y me dijo despacito:












-Vení, vamos a bajar. No hagás ruido.












Bajamos, y ella cerró la puerta sin hacer ruido. La puerta de calle del bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de alguno de los cuartos, la que se veía desde la calle, seguro. Por un momento tuve miedo de que estuviera esperándome alguno para amasijarme, pero después pensé que una mina que aparecía en un Falcon no podía traer malas intenciones. En seguida se me borraron los pensamientos, porque la cosa me agarró la mano, se apoyó en la pared y me apretó contra ella, cerrando la puerta de calle. Me empezó a pedir que le dijera cosas, y yo le dije "corazón", o "tesoro", o algo así; pero ella me dijo con una especie de furia, sacudiendo la cabeza, que no era eso lo que quería escuchar, sino algo diferente. Era feo lo que quería, la verdad; para qué vamos a decir una cosa por otra. Y cuando empecé a decírselas -uno pierde la cabeza en esos casos, queda como ciego y hace lo que le piden- me pidió que se las dijera más fuerte. Yo estaba casi gritándoselas cuando ella dejó de escucharme, me agarró de la manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, me arrastró hasta el dormitorio, que era la pieza que estaba con la luz encendida. No había más que la cama de dos plazas y una silla. Me dio la impresión de que no había un mueble más en toda la casa. Con ese coche, y un bulín tan desprovisto. Pensé que no le interesaba más que la cama y una silla cualquiera para dejar la ropa.












Se desnudó rápido, y yo también. Nos metimos en la cama. Al inclinarme sobre la mina pensé que si no la hubiese encontrado en la vereda de mi barrio, en ese momento estaría durmiendo en mi cama, hecho una piedra, como muerto, porque yo nunca sueño. Quién la había hecho doblar por esa esquina, y quién me había hecho a mí ir al bar del Gallego, y quién me había hecho retirarme a la hora que me retiré para que ella me encontrara caminando despacio bajo los árboles, es algo que siempre pienso y nunca digo, para que no me tomen para la farra. Ahí nomás me le afirmé y empecé a serruchar y ella me fue respondiendo con todo, cada vez más. Las minas se ablandan a medida que el asunto empieza a avanzar; tienen varias marchas, como el Falcon: pasan de la primera a la segunda, y después a la tercera, y hasta a la cuarta, para la marcha de carretera. Uno, en cambio, se larga en primera y atodavelocidad, y a la mitad del camino queda fundido. Algo siguió funcionando dentro de ella después que yo terminé, porque todo el cuerpo se le puso duro y áspero como un tablón de madera y cerró los ojos, y agarrándome los hombros me apretó tan fuerte que al otro día cuando desperté en mi casa todavía sentía un ardor, y mirándome en el espejo vi que tenía todo colorado. Después la mina se aflojó y se puso a llorar bajito. Lloró sin decir palabra durante un rato y después empezó a hablar. "Siempre lo mismo", pensé. "Primero te hacen hacer cualquier locura, y después que te sacaron el jugo como a una naranja, se ponen a llorar".












-¿Qué me hacés hacer? -dijo la mina, llorando bajito- . ¿Hasta cuándo vamos a seguir haciéndolo? ¿Todo esto en nombre del amor? ¿Para no separarnos? Es insoportable .












Lloraba y sacudía la cabeza contra la almohada húmeda.












Insoportable. Insoportable -decía, mirando siempre fijo por encima de mi cabeza con sus ojos amarillos.












Yo no le dije nada, porque si uno se pone a discutir con una mina en esa situación, seguro que la mina termina cargándole el muerto. "Me he hecho llamar puta para vos en el umbral", dijo la mina. Ahí empezó a pegar un alarido que cortó por la mitad, como si se ahogara, y siguió llorando. No tuve tiempo de pensar nada, y no por falta de voluntad, porque en el momento en que la mina dijo eso y trató de pegar el alarido, ya había empezado a trabajarme el balero y a hacerme sentir que esa mirada amarilla que la mina no parecía fijar en ninguna parte, había estado siempre fija en algo que nadie más que ella veía; tanto me trabajó el balero que estuve a punto de pensar que yo no era más que la sombra de lo que ella veía. Pero el llanto del tipo sonó atrás mío antes de que yo empezara a carburar, y ése fue el momento en que salté de la cama, desnudo como estaba: justo cuando sonó su voz, entorpecida por el llanto.












-Dios mío. Dios mío -dijo.












Estaba parado en la puerta del dormitorio, en pantalón y camisa. Se tapaba la cara con la mano, y no paraba de llorar. Pensé que era el macho o el marido y que nos había pescado con las manos en la masa, y me vi fiambre. Pero ni se fijó en mí. La mina estaba desnuda sobre la cama y lloraba mirándolo al punto que seguía con la cara tapada con la mano y no paraba de llorar. Si antes yo había sentido que era como una sombra, ahora sentía que ni eso era. "Dios mío. Dios mío", era todo lo que decía el tipo. Y la mina lo miraba fijamente y lloraba sin hablar. Cuando terminé de vestirme me acerqué a la cama.












-Señora -dije-.












La mina ni me miró. Tenía los ojos amarillos clavados en el tipo y pareció no escucharme. -¿Estás satisfecho? -dijo-. ¿Estás satisfecho?












-Amor mío -dijo el tipo, sin sacarse la mano de la cara.


















Salí abrochándome el cinto y tuve que ponerme de costado para pasar por la puerta, porque el tipo ni se movió. Tenía una camisa blanca desabrochada hasta más abajo del pecho y se le veía la piel tostada. Se notaba a la legua que estaba quedándole poco pelo en la cabeza, porque eso que la mano dejaba ver encima de las cejas medias levantadas, era más alto que una frente. Parecía recién bañado, por el olor que le sentí. Para mí que había estado todo el día al sol, en el río, tanta fue la sensación de salud que me dio cuando pasé al lado de él.


















Atravesé el umbral negro y salí a la calle. El Falcon estaba ahí, con las luces apagadas. Me paré un momento delante de las rayitas de luz que se colaban a la calle, y arrimando el oído a la persiana del dormitorio los oí llorar. Traté de espiar por las rendijas de la ventana, pero no vi una papa. Solamente escuché otra vez la voz de la mina, diciendo esta vez ella "Amor mío" y después cómo lloraban los dos, y después nada más. Me paré recién un par de cuadras más adelante, porque empezó a fallarme la carucita, y aunque no había viento me tuve que arrimar a la pared para poder encender el Particular con filtro que me temblaba apenas en los labios . Con el primer chorro de humo seguí caminando bajo los árboles oscuros, pero ni silbé nada, ni me puse las manos en los bolsillos del pantalón. Tenía la espalda pegada a la camisa, que estaba hecha sopa. Cuando tiré el Particular con filtro y encendí el otro, sobre el pucho, la carucita no me falló, y llegué a la Avenida. Pensé en el bar del Gallego y en los muchachos, y en la cara que hubiesen puesto si se me hubiese dado por contárselo. Había menos gente en la Avenida, pero seguro que al terminar todos los bailes las calles iban a llenarse otra vez . Miré y vi que estaba lejos del barrio, y sintiendo en la cara un aire fresco que estaba empezando a correr, me apuré un poco, cosa de no perder el último colectivo.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Clarice Lispector, El triunfo (1940)





A veces andamos a ritmo diferente con los que comparten nuestra vida; perdí uno de estos metrónomos en la mudanza y me gustó la imagen para este cuento. Me gusta para mí. Silvana.







"El triunfo" de Clarice Lispector es su primer texto publicado. Apareció en el diario Pan Nº 227 de Río de Janeiro, 25 de mayo de 1940, págs. 11-13.

El reloj da las nueve. Un golpe alto, sonoro, seguido de
una campanada suave, un eco. Después, el silencio. La clara
mancha de sol se extiende poco a poco por el césped del
jardín. Trepa por el muro rojo de la casa, haciendo brillar
la hiedra con mil luces de rocío. Encuentra una abertura,
la ventana. Penetra. Y se apodera de repente del aposento,
burlando la vigilancia de la cortina leve.



Luísa sigue inmóvil, tendida sobre las sábanas revueltas,
el pelo esparcido sobre la almohada. Un brazo aquí, otro
allí, crucificada por la languidez. El calor del sol y su claridad
llenan el cuarto. Luísa parpadea. Frunce las cejas.
Hace un gesto con la boca. Abre los ojos, finalmente, y los
fija en el techo. Lentamente el día le va entrando en el
cuerpo. Escucha un ruido de hojas secas pisadas. Pasos lejanos,
menudos y apresurados. Un niño corre por el camino,
piensa. De nuevo, el silencio. Se divierte un momento
escuchándolo. Es absoluto, como de muerte. Naturalmente,
porque la casa está apartada, bien aislada. Pero... ¿y
aquellos ruidos familiares de cada mañana? ¿El sonido de
pasos, risas, tintinear de vajilla que anuncia el nacimiento
del día en su casa? Lentamente le viene a la cabeza la idea
de que sabe la razón del silencio. Pero la aparta con obstinación.
De repente sus ojos crecen. Luísa se encuentra sentada
en la cama, con un estremecimiento en todo el cuerpo.
Mira con los ojos, con la cabeza, con todos los nervios,
la otra cama de la habitación. Está vacía.
Levanta la almohada verticalmente, se apoya en ella, la
cabeza inclinada, los ojos cerrados.




Así pues, es verdad. Rememora la tarde anterior y la noche,
la atormentada noche que vino después y se prolongó
hasta la madrugada. Él se fue, ayer por la tarde. Se llevó las
maletas, las maletas que sólo hacía dos semanas que habían
llegado festivas, con pegatinas de París, Milán. Se llevó también
al criado que había venido con ellos. El silencio de la
casa quedaba explicado. Estaba sola desde su partida. Se
habían peleado. Ella, callada, frente a él. Él, el intelectual
fino y superior, vociferando, acusándola, señalándola con
el dedo. Y aquella sensación ya experimentada otras veces
cuando se peleaban: si se va me muero, me muero. Oía aún
sus palabras.
–¡Tú, tú me atas, me aniquilas! ¡Guárdate tu amor, dáselo
a quien quieras, a quien no tenga nada que hacer! ¿Me
entiendes? ¡Sí! ¡Desde que te conozco no produzco nada!
Me siento encadenado. ¡Encadenado a tus cuidados, a tus
caricias, a tu celo excesivo, a ti! ¡Te detesto!, ¡piénsalo bien,
te detesto! Yo...
Esas explosiones eran frecuentes. Siempre estaba la
amenaza de su partida. Luísa, ante esa palabra, se transformaba.
Ella, tan llena de dignidad, tan irónica y segura de sí,
le había suplicado que se quedase, con una palidez y locura
tales en el rostro que las otras veces él lo había aceptado.
Y la felicidad la invadía, tan intensa y clara que la recompensaba
de lo que nunca imaginaba que fuese una humillación,
pero que él le hacía entrever con argumentos irónicos
que ella ni escuchaba. Esta vez se había enfadado,
como las otras, casi sin motivo. Luísa lo había interrumpido,
decía él, en el momento en que una nueva idea brotaba, luminosa, en su cerebro.



Le había cortado la inspiración
en el instante exacto en que nacía con una frase tonta
sobre el tiempo, rematándola con un insoportable: «¿verdad,
cariño?». Dijo que necesitaba condiciones para producir,
para continuar su novela, segada desde el principio
por una imposibilidad absoluta de concentrarse. Se fue a
donde pudiese encontrar «el ambiente».
Y la casa se había quedado en silencio. Ella de pie en la
habitación, como si le hubiesen extraído del cuerpo toda
el alma. Esperando verlo aparecer de nuevo, su cuerpo viril
encuadrado en el marco de la puerta. Le oiría decir, los
anchos hombros amados estremeciéndose de risa, que
todo era una broma, un experimento para una página de
su libro.
Pero el silencio se había prolongado infinitamente, sólo
rasgado por el ruido monótono de la cigarra. La noche sin
luna había invadido lentamente la habitación. El aire fresco
de junio la hacía estremecerse.
«Se ha ido», pensó. «Se ha ido.» Nunca le había parecido
tan llena de sentido esa expresión, aunque la hubiese
leído antes muchas veces en las novelas de amor. «Se ha
ido» no era tan simple. Arrastraba un vacío inmenso en la
cabeza y en el pecho. Si la golpeasen allí, imaginaba, sonaría
metálico. ¿Cómo viviría ahora?, se preguntaba de repente,
con una calma exagerada, como si se tratase de algo
neutro. Repetía, repetía siempre: ¿y ahora? Recorrió con la
mirada el cuarto en tinieblas. Tocó el interruptor, buscó
la ropa, el libro de cabecera, sus vestigios. No había quedado
nada. Se asustó. «Se ha ido.»
Se revolvió en la cama horas y horas sin que llegara el
sueño. De madrugada, debilitada por la vigilia y por el dolor,
con los ojos ardientes, la cabeza pesada, cayó en una
semiinconsciencia. Pero su cabeza no dejó de trabajar, imágenes,
las más locas, le llegaban a la mente, apenas esbozadas
y ya fugitivas.



Dieron las once, largas y descansadas. Un pájaro soltó
un grito agudo. Todo se ha paralizado desde ayer, piensa
Luísa. Sigue sentada en la cama, estúpidamente, sin saber
qué hacer. Fija los ojos en una marina de colores frescos.
Nunca había visto un agua que diera una tal impresión de
fluidez y movilidad. Nunca había reparado en el cuadro.
De repente, como un dardo, una herida dura y profunda:
«se ha ido» ¡No, es mentira! Se levanta. Seguro que se ha
enfadado y se ha ido a dormir a la habitación de al lado.
Corre, empuja la puerta. Vacía.



Va hacia la mesa donde él trabajaba, revuelve febrilmente
los periódicos abandonados. Quizá haya dejado alguna
nota, diciendo, por ejemplo: «A pesar de todo te amo. Vuelvo
mañana». No, ¡hoy mismo! Sólo encuentra una hoja de
papel de su bloc de notas. Le da la vuelta. «Estoy sentado
desde hace seguramente dos horas y todavía no he conseguido
concentrarme. Pero tampoco me concentro en nada
que esté a mi alrededor. La atención tiene alas, pero no se
posa en ningún sitio. No consigo escribir. No consigo escribir.
Con estas palabras hurgo en una herida. Mi mediocridad
es tan...» Luísa para de leer. Es lo que ella siempre había
sentido, aunque vagamente: mediocridad. Se queda
absorta. Entonces, ¿él lo sabía? Qué impresión de debilidad,
de pusilanimidad, en aquel simple papel... Jorge...
murmura débilmente. Desearía no haber leído aquella
confesión. Se apoya en la pared. Llora silenciosamente.



Llora hasta el cansancio.
Va al lavabo y se moja la cara. Sensación de frescura, desahogo.
Está despertando. Se anima. Se trenza el pelo, lo
prende en un moño. Se frota la cara con jabón, hasta sentir
la piel estirada, brillante. Se mira al espejo y parece una colegiala.
Busca la barra de labios, pero recuerda a tiempo
que ya no le hace falta.



El comedor está a oscuras, húmedo y sofocante. Abre las
ventanas de golpe. Y la claridad penetra con ímpetu. El
aire nuevo entra rápido, lo toca todo, mueve la cortina clara.
Parece que hasta el reloj suena más vigorosamente. Luísa
se queda ligeramente sorprendida. Hay tanto encanto
en esa habitación alegre, en esas cosas súbitamente claras y
reavivadas. Se asoma a la ventana. A la sombra de esos árboles
en alameda que terminan a lo lejos en la carretera
roja de barro... En realidad nunca había reparado en nada
de eso. Siempre había vivido allí con él. Él lo era todo. Sólo
él existía. Él se había ido. Y las cosas no estaban del todo
desprovistas de encanto. Tenían vida propia. Luísa se pasó
la mano por la frente, quería alejar los pensamientos. Con
él había aprendido la tortura (sic) (1) las ideas, profundizando
en sus menores partículas.




Preparó un café y se lo tomó. Y como no tenía nada que
hacer y temía pensar, cogió unas piezas de ropa puestas
para lavar y fue al fondo del patio, donde había un gran lavadero.
Se arremangó, se subió los pantalones del pijama y
empezó a fregarlas con jabón. Inclinada así, moviendo los
brazos con vehemencia, mordiéndose el labio inferior por el
esfuerzo, la sangre latiendo con fuerza en el cuerpo, se sorprendió
a sí misma. Paró, dejó de fruncir el ceño y se quedó
mirando al frente. Ella, tan espiritualizada por la compañía
de aquel hombre... Le pareció oír su risa irónica,
citando a Schopenhauer, Platón, que pensaron y pensaron...
Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le
secó la espuma de los dedos.



Luísa terminó su tarea. Toda ella exhalaba el olor áspero
y simple del jabón. El trabajo le había dado calor. Miró
el grifo grande, del que manaba agua limpia. Sentía un calor...
De repente tuvo una idea. Se quitó la ropa, abrió del
todo el grifo y el agua helada le corrió por el cuerpo, arrancándole
un grito de frío. Aquel baño improvisado la hacía
reír de placer. Desde su bañera tenía una vista maravillosa,
bajo un sol ya ardiente. Se quedó un momento seria, inmóvil.



La novela inacabada, la confesión encontrada. Se quedó
absorta, una arruga en la frente y en la comisura de los
labios. La confesión. Pero el agua corría helada sobre su
cuerpo y reclamaba ruidosamente su atención. Un calor
bueno circulaba ya por sus venas. De repente tuvo una sonrisa,
un pensamiento. Él volvería. Él volvería. Miró a su alrededor
la mañana perfecta, respirando profundamente y
sintiendo, casi con orgullo, su corazón latiendo cadencioso
y lleno de vida. Un tibio rayo de sol la envolvió. Se rió. Él
volvería, porque ella era la más fuerte.

(1) Estas indicaciones aparecen en el texto original. Indican una posible
errata o lectura ambigua. (N. de la T.)