lunes, 19 de marzo de 2012

Hector Hugh Munro, (Saki), "La penitencia."

Octavian Ruttle era uno de los individuos vivaces y alegres en quienes la amabilidad ha puesto su sello inconfundible, y como la mayoría de gente de su clase, la paz de su alma dependía en gran medida de la aprobación de sus semejantes. Un día persiguió a un pequeño gatito atigrado al que le había dado caza, era algo terrible que a el mismo le resultaba difícil de aprobar, y se sintió alegrado cuando el jardinero había enterrado el cuerpo en una tumba cavada apresuradamente, bajo la sombra de un solitario roble en el prado. El mismo árbol al que el objeto de la cacería trepara desesperadamente en un último intento por salvar la vida.

Había sido un acto de mal gusto y aparentemente cruel, pero las circunstancias habían exigido que se hiciera. Octavian criaba pollos, por lo menos intentaba criar algunos, por que varios de ellos desaparecían dejando como único testimonio de su existencia, unas cuantas plumas manchadas de sangre, lo que indicaba la forma de su desaparición. Los empleados habían sido testigos de varias visitas furtivas a los gallineros, de un gato atigrado de la gran mansión de color gris que se encontraba a espaldas del prado, y después de las debidas negociaciones, con las autoridades de la mansión gris, una sentencia de muerte había sido acordada. “A los niños no les gustaría, pero no tienen por qué enterarse”. Estas habían sido las últimas palabras sobre el asunto.

Los niños en cuestión eran un completo enigma para Octavian, el creía que en el curso de unos meses, él ya sabría sus nombre, edades, las fechas de sus cumpleaños y que seguramente le habrían mostrado ya sus juguetes favoritos. Sin embargo divulgaban tan poca información sobre ellos o sus sentimientos, como aquel solemne gran muro blanco que los separaba en la pradera.

Una gran muro sobre el cual a veces sus tres cabezas aparecían inesperadamente. Sus padres estaban en la India; Era todo lo que había logrado averiguar con los vecinos, Mas allá del dato revelado por su vestimenta que indicaba que estaban divididos por sexo. Una niña y dos varones, los niños no le habían dejado saber nada más sobre su vida. Y ahora parecía que estaba involucrado en algo que les afectaba de cerca, pero que había que ocultarles.

Los pobres pollos indefensos se había ido uno por uno a su destino fatal, por lo que era justo que su verdugo deba sufrir de un final violento, sin embargo Octavian se sintió intranquilo tras participar en ese acto de violencia. El pequeño gato, ahuyentado de sus acostumbradas rutas de escape, había corrido de refugio en refugio, y su final ha sido bastante lamentable. Octavian caminaba por la hierba de la pradera con un paso menos alegre que de costumbre. Y al pasar bajo la sombra del gran muro blanco, levantó la vista y se dio cuenta de que su casería había tenido testigos indeseados.

Tres rostros blancos enojados lo miraban desde lo alto, y si alguna vez un artista quería un modelo triple del más gélido odio humano, impotente pero implacable, furioso pero enmascarado en la quietud, lo habría encontrado en las tres miradas, con las que se cruzaron los ojos de Octavian.

”Lo siento, pero no había más remedio”, dijo Octavian, con voz de genuina disculpa.

”Bestia!”

Fue la respuesta que vino de las tres gargantas con sorprendente intensidad.

Octavian sintió que el solemne muro blanco no sería más impenetrable a sus explicaciones que la mole de hostilidad humana que lo miraba desde su borde superior, por lo que decidió inteligentemente reservar sus disculpas para una ocasión más propicia.

Dos días después Octavian registro minuciosamente la mejor confitería del pueblo más cercano, en busca de una caja de chocolates que por su tamaño y contenido resultara una buena compensación, por el horrible hecho sucedido bajo el roble del prado. Rechazo inmediatamente las dos primeras cajas que le fueron mostradas, una tenía un grupo de pollitos pintados en la tapa, y la otra llevaba el retrato de un gato atigrado. La tercera caja era más sencilla, adornada con un ramo de amapolas, y Octavian acogió las flores del olvido como un feliz presagio. Se sintió aliviado cuando el imponente paquete había sido enviado a la mansión gris, y tras recibir mensaje de que había sido debidamente dado a los niños.

A la mañana siguiente caminaba despacio pero con paso firme a lo largo del gran muro blanco. Camino hacia los gallineros y las pocilgas que estaban en el extremo del prado. Los tres niños estaban encaramados en su acostumbrado puesto de observación, y su mirada no parecía haber cambiado tras la presencia de Octavian.

Este al tiempo que llegaba a una deprimente convicción acerca de lo indiferente de sus miradas, comenzó a advertir un extraño jaspeado en la hierba a sus pies, era un área considerable de pasto que mostraba manchas y salpicaduras de un granizo color de chocolate, alegrado aquí y allá por envolturas de papel aluminio de vivos colores o la reluciente malva de las violetas azucaradas. Era como si el paraíso de los cuentos de hadas de un niño goloso hubiera tomado forma y cuerpo en la vegetación del prado. Este era el precio que Octavian pagara por la sangre derramada que le había sido devuelto con desprecio.

Para aumentar su desconcierto el curso de los acontecimientos tendía a exonerar de culpas por los estragos causados a los pollitos, al reo que ya había pagado con su vida. Los pollitos jóvenes seguían desapareciendo, y parecía muy probable que el gato atigrado solo acechaba los gallineros para hacer presa de las ratas que encontraban cobijo en ellos.

Merced a los desbordantes canales de la conversación de los sirvientes, los niños se enteraron tardíamente de la pena impuesta al gato, y un día Octavian encontró una hoja de cuaderno en la que estaba escrito trabajosamente. ”Bestia, las ratas se comieron tus pollitos”.

Con más ardor que nunca deseo una oportunidad para expiar sus culpas, y ganarse un apodo más feliz que aquel que había recibido de sus tres jueces.

Y un día tuvo la inspiración, Olivia su hija de dos años de edad, era la clave, su hija estaba acostumbrada a pasar la hora del mediodía hasta la una con su padre, mientras la niñera engullía y digería su almuerzo junto con la lectura de una novela romántica. A esa misma hora aquel solemne muro blanco, solía adornarse con las tres pequeñas figuras de los niños. Que pasaban el tiempo, vigilantes aparentemente sin ningún propósito en mente.

Octavian, con aparente descuido de ello, trajo a Olivia y habiéndola colocado en un punto que quedara perfectamente visible por sus observadores. Comenzó a notar un creciente interés que nacía en ese grupo tan cerrilmente hostil hasta entonces.

Su pequeña Olivia, con sus maneras placidas y somnolientas, habría de triunfar donde él, con sus aproximaciones nerviosas y bien intencionadas, había fracasado rotundamente. Él le trajo una gran dalia amarilla, que Olivia agarró con fuerza en una mano y miró con una mirada de aburrimiento de beneficencia, como la que suele darse a la danza clásica interpretada por aficionados. En beneficio de una organización de caridad que merece la ayuda.

Luego se volvió tímidamente hacia el grupo encaramado en la pared y le preguntó con fingida indiferencia, “¿Les gustan las flores?”. Las tres cabezas asintieron solemnemente como recompensa a su iniciativa.

“¿Cuáles les gustan más?”

-preguntó, esta vez con una voz que lo traicionaba y mostraba su ansiedad.

“Las que tienen todos los colores, por ahí.” Tres brazos regordetes apuntaban a una maraña de guisantes de olor. Como suelen hacer los niños, habían pedido lo que estaba más lejos de la mano, pero Octavian trotando alegremente se dirigió a obedecer a sus instancias de bienvenida. Tiró y tiró con implacable mano, arrancando todas las variedades de color que podía ver convirtiéndose no en un manojo si no en una brazada de flores. Luego giro para volver sobre sus pasos y encontró el muro más inexpresivo y solitario que nunca, mientras que en el primer plano todo rastro de Olivia había desparecido. Allá a lo lejos en el prado tres niños estaban empujando un carrito a la mayor velocidad posible. En dirección a las pocilgas de los cerdos, era el coche de Olivia, y Olivia estaba sentada en él. Se veía como se golpeaba un poco y se sacudía al ritmo en que era empujada, pero parecía mantener la calma acostumbrada.

Octavian contemplo por unos momentos al grupo que se movía velozmente y después se echó a correr en pos de ellos a todo lo que daban sus piernas, derramando a su paso una lluvia de flores de la masa de guisantes que aun tenia aferradas en sus manos. Aunque corrió muy rápido, los niños habían llegado a la pocilga antes de que lograra alcanzarlos, pero llego a tiempo para ver a Olivia, curiosa, sin protestar, pese a los tirones y empujones que reciba para subirla al techo de la pocilga mas cercana.

Eran edificios antiguos necesitados de alguna reparación, y el techo desvencijado, ciertamente no podría soportar el peso de Octavian si hubiera tratado de seguir a su hija y sus captores hasta una nueva posición más ventajosa.

“¿Qué van a hacer con ella?” jadeó. No había equivocación posible sobre la firme decisión de llevar a cabo una trastada que denotaban esos jóvenes rostros congestionados, pero que mostraban una severa serenidad.

“Colgarla con cadenas arriba de un fuego lento”, dijo uno de los chicos. Era evidente que había estado leyendo la historia inglesa.

“Tirarla allá abajo para que los cerdos se la coman todita, menos las palmas de las manos”, dijo el otro chico. También era evidente que habían estudiado la historia bíblica.

La última propuesta fue la que más alarmó a Octavian, ya que podría ejecutarse de inmediato, recordó casos de cerdos que habían devorado bebes.

“Ustedes seguramente no podrán tratar a mi pobre Olivia de esa manera?” – suplico

“Tú mataste a nuestro pobre gatito”, se produjo en severo recordatorio proveniente de las tres gargantas.

“Lamento mucho haberlo hecho”, dijo Octavian, y si hay una escala para medir las verdades, la afirmación de Octavian era sin duda un gran nueve.

“Nosotros también vamos a lamentarlo mucho, cuando matemos a Olivia, pero no podemos lamentarnos hasta que no lo hayamos hecho”, dijo la niña.

La inexorable lógica infantil se levantó como una muralla inquebrantable ante los ruegos de Octavian. Antes de que pudiera pensar en una nueva suplica, sus energías fueron requeridas en otra dirección. Olivia se había deslizado desde el techo y cayó suavemente en un cenagal de lodo y paja en descomposición. Octavian escalo apresuradamente por encima del muro de la pocilga a su rescate, y una vez se dentro se encontró con un lodazal que envolvió a sus pies.

Olivia, después de la primera sensación de sorpresa tras la caída, se había sentido medianamente a gusto de encontrarse en contacto con el pegajoso elemento que estaba a su alrededor, pero cuando ella comenzó a hundirse lentamente en el lodo se sintió súbitamente angustiada y poco feliz, y se echó a llorar. Cómo cuando un niño quiere atención.

Octavian, luchaba contra el lodo, que parecía haber aprendido el arte de apresar, parecía que no cedía ni una pulgada que lo dejara avanzar, Octavian vio a su hija desaparecer por el lodo que la chupaba lentamente.

Con la cara distorsionada ante la desesperación, lloriqueaba mientras miraba que desde el techo de la pocilga los tres niños miraban hacia abajo con una mirada fría e indiferente, tan despiadada como la de las hermanas Parcas.

“No puedo llegare a ella a tiempo”, exclamó Octavian, “Se ahogara en el fango. ¿Acaso no la van a ayudar?”

“Nadie ayudó a nuestro gato”, fue el recordatorio de lo inevitable.

“Haré cualquier cosa para demostrarles cuánto lo siento”, exclamó Octavian, con un desesperado paso, que le llevó apenas dos pulgadas hacia delante.

“ Te Pondrás junto a la del tumba del gato, vestido con una sábana blanca “

“Sí”, gritó Octavian.

“con una vela en la mano”

“Y diciendo soy una bestia repugnante”

Octavian dijo que si a ambas sugerencias.

“Durante mucho tiempo, mucho tiempo”

“Durante media hora”, dijo Octavian. Esto último no era precisamente un grito de ansiedad, porque Octavian sabia del precedente de un rey alemán que hizo al aire libre penitencia por varios días y noches en época de Navidad vestido sólo con su camisa? Afortunadamente los niños no parecen haber leído la historia de Alemania, y media hora les pareció mucho tiempo.

“Muy bien”, llegó la triple aceptación desde la azotea, y un momento después una pequeña escalera de mano le fue entregada, Octavian la apoyo contra el pequeño muro de la pocilga trepo sobre el rodeando el lodazal para colocar nuevamente la escalera en el lodo, deslizándose cuidadosamente a lo largo de sus peldaños, así pudo acortar la distancia que lo separaba de su hija, la visón era como el extracto de un naufragio. Después Octavian saco poco a poco a Olivia como un corcho que se reúsa a salir. Unos minutos más tarde estaba escuchando el testimonio de la niñera, que en sus experiencias previas, ante espectáculos mugrientos, se había desarrollado en escalas notablemente menores.

Esa misma noche, cuando el crepúsculo se profundizaba en la oscuridad Octavian tomó posesión de su cargo como penitente bajo el roble solitario, después de haber cubierto cuidadosamente su cuerpo desnudo. Estaba vestido con una camisa de céfiro, que en esta ocasión bien merecía su nombre. En una mano tenia la vela encendida y en la otra un reloj, en el cual parecía haber transmigrado el alma de un fontanero difunto. Una caja de cerillas yacía a sus pies a la cual recurría en frecuentes ocasiones, cuando la vela sucumbía ante la brisa de la noche. La mansión se alzaba inescrutable en la mediana distancia, pero Octavian estaba seguro de que tres pares de ojos solemnes le contemplaban. Por lo que cumplió su penitencia gritando “soy una bestia repugnante”

Ya a la mañana siguiente sus ojos se alegraron al encontrar una hoja de cuaderno, tirada junto al gran muro blanco, La hoja tenia escrito. YA NO BESTIA.

martes, 13 de marzo de 2012

Ray Bradbury, "Fuego brillante" , fragmento, (1993)




“Sólo resta mencionar una predicción que mi Bombero Jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro [Fahrenheit 451]. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al kerosene o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?

No todo está perdido, por supuesto.  Todavía estamos a tiempo si evaluamos adecuadamente y por igual a profesores, alumnos y padres, si hacemos de la calidad una responsabilidad compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los seis años cualquier niño en cualquier país puede disponer de una biblioteca y aprender así por ósmosis, entonces las cifras de drogados, bandas callejeras, violaciones y asesinatos se reducirán casi a cero. Pero el Bombero Jefe en la mitad de la novela lo explica todo, y predice los anuncios televisivos de un minuto, con tres imágenes por segundo, un bombardeo sin tregua. Escúchenlo, comprendan lo que quiere decir, y entonces vayan a sentarse con su hijo, abran un libro y vuelvan la página.”

Fragmento tomado de "Fuego brillante", Postfacio de Ray Bradbury, febrero de 1993, en Fahrenheit 451, Buenos Aires, Minotauro, 2011, p. 179 y 180.

Silvina Ocampo, "El vestido de terciopelo."


Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!


Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!


Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:


–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un campo de nieve –me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.


Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!


–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó: –Alcanza de mi cartera los alfileres.


–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.


La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.


–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.


La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!


–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.


–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.


Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.


–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.


–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.


–Se va a París, ¿no?


–Iré también a Italia.


–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.


La señora asintió dando un suspiro.


–Levante los dos brazos para que pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.


Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!


–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada, señora?


–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.


–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.


–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.


Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!


En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.


–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?


–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!


–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.


Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.


–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.


–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.


La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:


–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto! ¡Qué risa!

Jorge Luis Borges, "Emma Zunz."



El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

lunes, 12 de marzo de 2012

Neil Gaiman, "No le preguntes a Jack."





Nadie sabía de dónde había salido aquel juguete, ni quién sería el bisabuelo o la tía lejana que había jugado con él por primera vez, antes de pasar a formar parte del paisaje del cuarto de juegos.

Era una caja de madera, tallada con adornos dorados y rojos. Sin duda, era muy bonita, o eso decían los mayores, y bastante valiosa –incluso podría considerarse una pieza de anticuario-. Por desgracia, la cerradura estaba oxidada y atascada, y la llave se había perdido hacía tiempo, de modo que Jack, el bufón, había quedado atrapado dentro. Aún así, la caja sorpresa llamaba la atención, con sus vistosos adornos tallados en rojo y oro.

Los niños no solían jugar con ella. Estaba guardada en el fondo del inmenso baúl de madera donde se guardaban los juguetes, que era tan grande y antiguo como un cofre pirata –o al menos, eso pensaban los niños-.
La caja sorpresa estaba enterrada bajo un montón de muñecas, trenes, payasos, estrellas de papel, viejos juegos de magia y mutiladas marionetas cuyos hilos eran ya imposibles de desenredar, disfraces (un harapiento vestido de novia del tiempo Maricastaña por aquí, un raído sombrero de copa por allá), bisutería de juguete, aros rotos, peonzas y caballitos de cartón. Debajo de todos aquellos viejos juguetes estaba la caja de Jack.

Los niños no solían jugar con ella. Murmuraban entre ellos, a solas, en el cuarto de juegos situado en el ático. En los días grises, cuando el viento aullaba en torno a la casa y la lluvia repiqueteaba sobre el tejado de pizarra y se deslizaba por los aleros, se contaban unos a otros historias sobre Jack, aunque en realidad no lo habían visto nunca. Uno afirmaba que Jack era un malvado brujo y que había sido encerrado en aquella caja como castigo por sus espantosos crímenes; otro (con toda seguridad, una de las niñas) aseguraba que la caja en la que estaba encerrado Jack era la Caja de Pandora, y que la habían colocado allí para vigilar, para evitar que todos los males que contenía volvieran a salir de ella. Preferían no tocar siquiera la caja, si podían evitarlo, aunque si algún adulto reparaba en la ausencia de la vieja caja sorpresa –y de vez en cuando sucedía-, y la sacaba del baúl para colocarla en la repisa de la chimenea, los niños se armaban de valor, la cogían y volvían a depositarla en el fondo del baúl.

Los niños no solían jugar con la caja de sorpresa. Y cuando se hicieron mayores y abandonaron la vieja casa, el cuarto de juegos quedó cerrado y prácticamente olvidado.

Prácticamente, pero no del todo. Pues todos los niños, cada uno por separado, recordaban haber subido al cuarto de juegos alguna noche, a la luz de la luna, con los pies descalzos. Era casi como andar sonámbulo, subiendo sigilosamente por las escaleras y avanzando por la raída alfombra del cuarto de juegos. Recordaban cómo habían abierto el baúl, rebuscado por entre las muñecas y los disfraces para, finalmente, sacar la caja sorpresa.


Entonces, el niño tocaba la cerradura y la tapa se abría lentamente y la música empezaba a sonar, y Jack salía de su caja. No saltaba ni se balanceaba como suele pasar con los muñecos de las cajas sorpresa. Salía de la caja despacio y se quedaba mirando fijamente al niño, haciéndole señas para que se acercara un poco más y, entonces, sonreía.

Y allí, a la luz de la luna, le contaba al niño cosas que después era incapaz de recordar con claridad, pero que tampoco conseguía olvidar del todo.

El mayor de los niños murió en la Primera Guerra Mundial. El más joven heredó, la casa cuando fallecieron sus padres, aunque le desposeyeron de ella tras sorprenderle en el sótano con un bidón de queroseno, trapos y cerillas, dispuesto a prenderle fuego. Se lo llevaron al manicomio y es posible que aún siga allí encerrado.

Las niñas, convertidas en mujeres, no quisieron regresar a la casa en la que se habían criado; clavaron tablas de madera en las ventanas, cerraron todas las puertas con unas inmensas llaves de hierro. Las hermanas acabaron visitándola con la misma frecuencia con la que visitaban la tumba de su hermano mayor, o al pobre desgraciado que una vez fue su hermano pequeño, es decir nunca.

Han pasado ya muchos años y aquellas niñas son ya mujeres ancianas; búhos y murciélagos se han adueñado del antiguo cuarto de juegos, las ratas han anidado entre los viejos juguetes que quedaron allí olvidados. Las alimañas miran sin ver los desvaídos dibujos del empapelado, y ensucian la harapienta alfombra con sus excrementos.

Y en la caja que descansa en el fondo del baúl, Jack, con todos sus secretos, espera y sonríe. Espera a los niños. Y les esperará todo el tiempo que sea necesario.








Neil GAIMAN, “No le preguntes a Jack”, en El cementerio sin lápidas y otras historias negras, título original M Is for Magic, (2007), traducción de Mónica Faerna, Buenos A ires, 2010.




Ilustración de Lucas Varela.