"Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni comienzo ni fin." de Jorge Luis Borges en "El Libro de Arena", 1975.
sábado, 28 de julio de 2012
Alessandro Baricco, Seda, 1996.
BALDABIOU ERA el hombre que veinte años antes había llegado al pueblo, había
enfilado directo a la oficina del alcalde, había entrado sin hacerse anunciar, le había
puesto encima del escritorio una bufanda de seda color ocaso y le había preguntado
-¿Sabe qué es esto?
-Cosas de mujer.
-Se equivoca. Cosas de hombre: dinero.
El alcalde lo echó. Él construyó una hilandería abajo del río, un cobertizo para el
cultivo de gusanos a espaldas del bosque y una capilla dedicada a santa Inés en el cruce
de caminos de Vivier. Contrató una treintena de trabajadores, hizo traer de Italia una
misteriosa máquina de madera, todas ruedas y engranajes, y no dijo nada más por siete
meses. Después volvió a donde el alcalde, poniéndole sobre el escritorio, bien
ordenados, treinta mil francos en billetes de alta denominación.
-¿Sabe qué es esto?
-Plata.
-Se equivoca. Es la prueba de que usted es un pendejo.
Volvió a coger los billetes; los metió en la cartera e hizo el ademán de irse.
El alcalde lo detuvo.
-¿Qué diablos debería hacer?
-Nada; y será el alcalde de un pueblo rico.
Cinco años después Lavilledieu tenía siete hilanderías y se había convertido en uno de
los principales centros europeos de sericicultura y filatura de la seda. No todo era
propiedad de Baldabiou. Otros notables y terratenientes de la zona lo habían seguido
en aquella curiosa aventura empresarial. A cada uno Baldabiou le había revelado, sin
problemas, los secretos del oficio. Eso lo divertía mucho más que hacer dinero a
montones. Enseñar. Y tener secretos que contar. Era un hombre así.
(...)
BALDABIOU conocía todas estas historias. Sobre todo conocía una leyenda que
repetidamente afloraba en los relatos de quienes habían estado allí. Los relatos decían
que en esa isla se producía la seda más bella del mundo. Llevaban más de mil años
haciéndola, según ritos y secretos que habían alcanzado una exactitud mística. Lo que
Baldabiou pensaba era que no se trataba de una leyenda, sino de la pura y simple
verdad. Una vez había tenido entre los dedos un velo tejido con hilo de seda japonés.
Era como tener entre los dedos la nada. Así, cuando todo pareció irse al diablo por
aquella historia de la pebrina y de los huevos enfermos, lo que pensó fue
-Esa isla está llena de gusanos. Y una isla a la que por doscientos años no ha
conseguido llegar un mercader chino o un asegurador inglés es una isla a la cual
ninguna enfermedad llegará jamás.
No se limitó a pensarlo: se lo dijo a todos los productores de seda de Lavilledieu,
después de haberlos convocado en el café de Verdun. Ninguno de ellos había oído
hablar del Japón.
-¿Tendremos que atravesar el mundo para ir a comprar los huevos como Dios
manda en el cual si ven a un extranjero lo ahorcan?
-Lo ahorcaban- aclaró Baldabiou.
No sabían que pensar. A uno de ellos se le ocurrió una objeción.
-Por algo será que nadie en el mundo ha pensado en ir a comprar los huevos
allá.
Baldabiou podía fanfarronear recordando que en el resto del mundo no había
ningún otro Baldabiou. Pero prefirió decir cómo estaban las cosas.
-Los japoneses se han resignado a vender su seda. Pero los huevos no. Los
guardan para ellos. Y si tratas de sacarlos de la isla, lo que haces constituye un crimen.
Los productores se seda de Lavilledieu eran quien más quien menos, gentiles
hombres de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en otra parte del mundo, sin
embargo, les pareció razonablemente sensata.
Alessandro Baricco, Seda, 1996, capítulos 6 y 10.
martes, 17 de julio de 2012
Lewis Carroll, "The Hunting of the Snark."
Without the least vestige of land:
And the crew were much pleased when they found it to be
A map they could all understand.
“What’s the good of Mercator’s North Poles and Equators,
Tropics, Zones, and Meridian Lines?”
So the Bellman would cry: and the crew would reply
“They are merely conventional signs!
“Other maps are such shapes, with their islands and capes!
But we’ve got our brave Captain to thank:
(So the crew would protest) “that he’s bought us the best —
A perfect and absolute blank!”
This was charming, no doubt; but they shortly found out
That the Captain they trusted so well
Had only one notion for crossing the ocean,
And that was to tingle his bell..."
"...Había comprado un gran mapa que representaba el mar
y en él no había vestigio de tierra;
y la tripulación se puso contentísima al ver
que era un mapa que todos podían entender.
“¿De qué sirven los polos, los ecuadores,
los trópicos, las zonas y los meridianos de Mercator?
Así gritaba el capitán. Y la tripulación respondía:
“¡No son más que signos convencionales!”
“¡Otros mapas tienen formas, con sus islas y sus cabos!
¡Pero hemos de agradecer a nuestro valiente capitán
el habernos traído el mejor —añadían—,
uno perfecto y absolutamente en blanco!”
Esto era encantador, sin duda, pero enseguida descubrieron
que su capitán, en quien todos confiaban ciegamente,
sólo tenía una noción de cómo cruzar el Océano,
y ésta era ir tocando la campana..."
viernes, 13 de abril de 2012
Catulo, Poema 2
Y démosles el valor de un as
A los rumores de los ancianos severos.
Los soles seguirán muriendo y volviendo a nacer;
Pero, una vez que nuestra breve luz se apague,
Sólo nos quedará una noche eterna
Que habremos de dormir.
Dame mil besos, y después cien,
Y después otros mil y otros segundos cien,
Y, sin parar, hasta llegar a mil más, y después cien.
Finalmente, cuando nos hayamos dado tantos miles,
Los dejaremos en el olvido, para no recordarlos,
Y para que nadie sienta envidia
Al saber que entre nosotros hubo tantos besos.
Vivamus, mea Lesbia, atque amemus,
Rumoresque senum severiorum
Omnes unius aestimemus assis.
Soles occidere et redire possunt;
Nobis cum semel occidit brevis lux,
Nox est perpetua una dormienda.
Da mi basia mille, deinde centum,
Dein mille altera, dein secunda centum,
Deinde usque altera mille, deinde centum.
Dein, cum milia multa fecerimus,
Conturbabimus illa, ne sciamus
Aut ne quis malus invidere possit,
Cum tantum sciat esse bassiorum.
miércoles, 11 de abril de 2012
Julio Cortázar, "Las puertas del cielo", en Bestiario (1951)
A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
—Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi. Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe, de manera que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojosy se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido.
—Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chófer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
—Andá velo a Mauro —le dije a José María—. Ya sabes que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia Manita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina; hasta se olía débilmente a vinagre.
—Pobrecita la finadita —dijo Misia Martita—. Pase, doctor, pase a verla. Parece como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ira ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro. De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto.
—Gracias por venir, doctor —me dijo uno—. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro.
—Los amigos se ven en estos trances —dijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el Carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm—beach y yo con seis whiskies y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
—Esa debe ser la madre —dijo el loco Bazán, casi satisfecho.
«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta, llega madre, chillido madre.» Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco a poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
—Quién iba a decir esto —le oí a Peña—. Así tan rápido...
—Bueno, vos sabés que estaba muy mal del pulmón.
—Sí, pero lo mismo...
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo... Celina tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina. «Qué bien baila, Marcelo», como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el «doctor», tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo el doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hastaal fútbol (Mauro jugó años atrás en Racing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza. Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
—Es bueno que lo hable a Mauro —dijo José María que brotaba de golpe a mi lado—. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la zonza. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario. Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos. Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Racing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto. Por conocer la mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.
Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el domingo de paso al hipódromo, y verlo en seguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar.
—Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
—Tenés que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
—Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace eterno.
—Claro, precisás distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo.
—Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar —«los amigos se ven en estos trances»— —y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: «La tengo aquí», y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.—Quiero olvidar —decía también—. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo,...—El índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino del baile.—Nunca la llevé a ese Palace —me dijo de repente—. Yo estuve antes d e conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta? En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta. Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
—No está mal —dijo Mauro con su aire tristón—. Lástima el calor. Debían poner estractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido.) Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
—Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa —«yo soy un hombre honrado...»—; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas. Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan.) Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o pero blancas.
—Me dan ganas de bailarme un tango —dijo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, detalle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía de cada cosa como pelos en un brazo. Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente entontecida y como boqueando fuera de su tango.
—Le presento a un amigo.
Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Racing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en el taxi de vuelta.
—¿Lo bailamos? —dijo Emma, tragando su granadina con ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez entrevemos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y hoy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ochos entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que nonos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo. No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco.
—¿Vos te fijaste? —dijo Mauro.
—Sí
.—¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de estelado, el pobre estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.
martes, 10 de abril de 2012
Horacio Quiroga, "Una estación de amor", en Cuentos de amor de locura y de muerte (1917)
Primavera
Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al
oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al
carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde
anterior, preguntó a sus compañeros:
--¿Quién es? No parece fea.
--¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor
Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era
una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero
completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de
suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio
exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose
hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco
separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o
de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en
flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un
momento en los suyos, quedó deslumbrado.
--¡Qué encanto!--murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al
almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia
la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente
colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al
galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún
carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las
serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personas
sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron
atentamente al derrochador.
--¿Quiénes son?--preguntó Nébel en voz baja.
--El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la
madre de tu chica... Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran
francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el
deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial
condescendencia.
Este fué el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel
aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia.
Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas
increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan
bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se
reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de
hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían,
volviéndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel.
Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre
el almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de
siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la
rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la
victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos,
tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no
lo tenía. Sus acompañantes se rían.
--¡Pero loca!--le dijo la madre, señalándole el pecho--¡ahí tienes
uno!
El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descendido del
estribo, afligido, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía,
con el cuerpo casi fuera del coche.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su
bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su
conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía
quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno
sosiego de alma, si no de cuerpo; y he ahí que desde el segundo día
perdía toda su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!
--¡Qué encanto!--se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y
carne femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía
real y profundamente deslumbrado--y enamorado, desde luego.
¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo,
confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación
aturdida con que la joven había buscado algo para darle. Evocaba
claramente el brillo de sus ojos cuando lo vio llegar corriendo, la
inquieta expectativa con que lo esperó, y--en otro orden, la morbidez
del joven pecho, al tenderle el ramo.
¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué
le importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre?
Por lo menos iría con ella hasta Buenos Aires.
Hicieron efectivamente el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al
más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de
18 años, que se siente querido. La madre acogió el casi infantil
idilio con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando
poco, sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente.
La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio
de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.
Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él?
"¡Oh, no volver yo!" Y mientras Nébel se alejaba, tardo, por el
muelle, volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda, la
cabeza un poco baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada
los marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio--y al
vestido, corto aún, de la tiernísima novia.
Verano
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer
momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni
mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de
pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último
resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de
verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de
nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo,
esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso,
erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la
fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber
en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia
casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito
resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
--Parece que no se acuerda más de ti--le dijo un amigo, que a su lado
había seguido el incidente.
--¡No mucho!--se sonrió él.--Y es lástima, porque la chica me gustaba
en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que
había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que
creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum!--repetía sin darse
cuenta, con la costumbre del chico.--¡Pum! ¡Todo concluido!
De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡Pero claro! Su rostro
se animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad
como esa, profundamente razonable.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era
elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y
entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió
al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse
violentamente a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una
exclamación, y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su
ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su
antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás.
Nébel no cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse
por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un
millón de veces tal presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente
y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y
sin cortedad, su inmensa dicha.
--¡Tan pronto, ya!--le dijo la señora.--Espero que tendremos el gusto
de verlo otra vez... ¿No es verdad?
--¡Oh, sí, señora!
--En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos! ¿Quiere
que consultemos?--se sonrió con maternal burla.
--¡Oh, con toda el alma!--repuso Nébel.
--¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.
Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba.
Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos
centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con
adorable torpeza.
--Si a usted no le molesta--prosiguió la madre--podría venir todos los
lunes... ¿qué le parece?
--¡Que es muy poco, señora!--repuso el muchacho--Los viernes
también... ¿me permite?
La señora se echó a reír.
--¡Qué apurado! Yo no sé... veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí!
en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
--Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
--¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario...
--¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.
Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y
huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma
proyectada al último cielo de la felicidad.
II
Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas
que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta
sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa
que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus
ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de
ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había
en su mutuo amor más nube para el porvenir que la minoría de edad de
Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y
superfluidades por el estilo, quería casarse. Como probado, no había
sino dos cosas: que a él le era _absolutamente_ imposible vivir sin su
Lidia, y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello.
Presentía--o más bien dicho, sentía--que iba a escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que
perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con
terrible vigor. A fines de Agosto, habló un día definitivamente a
su hijo:
--Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es
cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra.
Nébel vio toda la tormenta en esa forma de _dignidad_, y la voz le
tembló un poco.
--Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que hable de
eso.
--¡Bah! cómo gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo...
Pero quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?
--Sí.
--¿Y te reciben formalmente?
--C-creo que sí.
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
--¡Está bueno! ¡Muy bien!... Óyeme, porque tengo el deber de mostrarte
el camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que
puede pasar?
--¿Pasar?... ¿qué?
--Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para
reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a
alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?
--¡Papá!
--¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! no pongas esa cara... No me refiero a tu...
novia. Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero
sabes de qué viven?
--¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre...
--¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre sino
como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te
indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien quiera contarte,
qué clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su
cuñado, pregunta!
--¡Sí! Ya sé que ha sido...
--Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro
sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!
--¡...!
--¡Sí, ya sé, tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay
impulso más bello que el tuyo... Pero anda con cuidado, porque puedes
llegar tarde!... ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a
tu novia, y creo, como te he dicho, que no está contaminada aún por la
podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en
matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera,
dile que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos, y que antes
se lo llevará el diablo que consentir en eso. Nada más te
quería decir.
El muchacho quería mucho a su padre a pesar del carácter duro de éste;
salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más
violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no
ignoraba esto: la madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en
vida de su marido, y aún cuatro o cinco años después. Se veían aún de
tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en sus
artritis de enfermizo solterón, distaba mucho de ser respecto de su
cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo
hacía por una especie de compasión de ex amante, rayana en vil
egoísmo, y sobre todo para autorizar los chismes actuales que
hinchaban su vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un estremecimiento de muchacho loco
por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos
y reclinados una Illustration, había creído sentir sobre sus nervios
súbitamente tensos, un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo
pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la
mirada de ella, en lánguida imprecisión de mareo, posarse pesadamente
sobre la suya.
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con rara
manifestación desbordante; los nervios desordenados repiqueteaban
hacia adentro, y de aquí la súbita tenacidad en un disparate, el
brusco abandono de una convicción; y en los prodromos de las crisis,
la obstinación creciente, convulsiva, edificándose a grandes bloques
de absurdos. Abusaba de la morfina, por angustiosa necesidad y por
elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy
gruesos y encendidos, que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, los
ojos lo parecían por un poco hundidos y tener pestañas muy largas;
pero eran admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la
hija, con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor
seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora
la histeria había trabajado mucho su cuerpo--siendo, desde luego,
enferma del vientre. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos
se empañaban, y de la comisura de los labios, del párpado globoso,
pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la misma
histeria que le deshacía los nervios era el alimento, un poco mágico,
que sostenía su tonicidad.
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las histéricas
burguesas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz--esto es,
para proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad.
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo
en lo más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia?
Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que
surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no
prueba de pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel
ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida la
flor que pedía por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una
tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga,
había sentido loco deseo de verla. Su dicha fue completa, pues la
halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la
retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro.
Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos
inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le
habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible
su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le
permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el
consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle.
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una
sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro
suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de
forzar a la moral burguesa, a doblar las rodillas ante la misma
inconveniencia que despreció.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con
alusiones a "mi suegro"... "mi nueva familia"... "la cuñada de mi
hija". Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con
más fuego.
Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de
octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre
hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su
padre esa noche.
--Será difícil--dijo Nébel después de un mortificante silencio--. Le
cuesta mucho salir de noche... No sale nunca.
--¡Ah!--exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra
pausa siguió, pero ésta ya de presagio.
--Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad?
--¡Oh!--se sonrió difícilmente Nébel--. Mi padre tampoco lo cree.
--¿Y entonces?
Nuevo silencio cada vez más tempestuoso.
--¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
--¡No, no señora!--exclamó al fin Nébel, impaciente--. Está en su modo
de ser... Hablaré de nuevo con él, si quiere.
--¿Yo, querer?--se sonrió la madre dilatando las narices--. Haga lo
que le parezca... ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre?
Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el
hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella.
--Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi
consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!
Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de
cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.
--Hablé con mi padre--comenzó Nébel--y me ha dicho que le será
completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito
fulgor, se estiraban hacia las sienes.
--¡Ah! ¿Y por qué?
--No sé--repuso con voz sorda Nébel.
--Es decir... ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?
--No sé--repitió él con inconsciente obstinación.
--¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha
figurado?--añadió con voz ya alterada y los labios temblantes.--¿Quién
es él para darse ese tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su
familia.
--¡Qué es, no sé!--repuso con la voz precipitada a su vez--pero no
sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.
--¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado
para esto!
Nébel se levantó:
--Señora...
Pero ella se había levantado también.
--¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su
fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia
irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su
familia!... ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para
ir a dormir con su mujer, antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su
familia!... ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo
pase bien!
III
Nébel vivió cuatro días vagando en la más honda desesperación. ¿Oué
podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer,
recibió una esquela:
"Octavio: Lidia está bastante enferma, y sólo su
presencia podría calmarla.
María S. de Arrizabalaga."
Era una treta, no tenía duda. Pero si su Lidia en verdad...
Fue esa noche y la madre lo recibió con una discreción que asombró a
Nébel, sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que
pide disculpa.
--Si quiere verla...
Nébel entró con la madre, y vió a su amor adorado en la cama, el
rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente los 14 años, y
el cuerpo recogido bajo las ropas que disimulaban notablemente su
plena juventud.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo:
no hacían sino mirarse y reir.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre
surgió nítida: "se va para que en el transporte de mi amor
reconquistado, pierda la cabeza y el matrimonio sea así forzoso". Pero
en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían adelantado y
gratis a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho, de 18 años,
sintió--como otra vez contra la pared--el placer sin la más leve
mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fue su dicha recuperada en pos del
naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de
calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero
tenía la más fría decisión de apartar a la madre de su vida una vez
casados. El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama de
que se había destendido una punta para él, encendía la promesa de una
voluptuosidad íntegra, a la que no había robado ni el más
pequeño diamante.
A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el
zaguán oscuro. Después de largo rato, la sirvienta entreabrió
la vidriera:
--No están las señoras.
--¿Han salido?--preguntó extrañado.
--No, se van a Montevideo... Han ido al Salto a dormir abordo.
--¡Ah!--murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.
--¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?
--No está, se ha ido al club después de comer...
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos
con mortal desaliento: ¡Se acabó todo! Su felicidad, su dicha
reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía
que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre
habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía hacer ya
nada más.
Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil
bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dió una
vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el
revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un
dibujante alemán que antes de suicidarse--Nébel era adolescente--iría a
verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad,
cimentada sobre largas charlas filosóficas.
A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de
aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.
--¿Es ahora?--le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza
la mano.
--¡Pst! ¡De todos modos!...--repuso el muchacho, mirando a otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de
amor.
--Vaya a su casa--concluyó--y si a las once no ha cambiado de idea,
vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que
quiera. ¿Me lo jura?
--Se lo juro--contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con
grandes ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
"Idolatrado Octavio: Mi desesperación no puede ser más
grande; pero mamá ha visto que si me casaba con usted,
me estaban reservados grandes dolores, he comprendido
como ella que lo mejor era separarnos y le jura no
olvidarlo nunca
Su
Lidia."
--¡Ah, tenía que ser así!--clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo
con espanto su rostro demudado en el espejo.--¡La madre era quien
había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había
podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo
su amor en la redacción. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de
qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada del alma!
Temblando fue hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su
nueva promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando
obstinadamente con la uña una mancha del tambor.
Otoño
Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando
el coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía,
volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba.
Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La
dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este,
aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él,
prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro
extrañado.
--Ya me parecía que era usted--exclamó la dama--aunque dudaba aún...
No me recuerda, ¿no es cierto?
--Sí--repuso Nébel abriendo los ojos--la señora de Arrizabalaga...
Ella vio la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana
que trata aún de parecer bien a un muchacho.
De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los
ojos, aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos
verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los
pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían
ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se
veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las
arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto, a la
elegante mujer que un día hojeó la Ilustration a su lado.
--Sí, estoy muy envejecida... y enferma; he tenido ya ataques a los
riñones... y usted--añadió mirándolo con ternura--¡siempre igual!
Verdad es que no tiene treinta años aún... Lidia también está igual.
Nébel levantó los ojos:
--¿Soltera?
--Sí... ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese
gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
--Con mucho gusto--murmuró Nébel.
--Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para... En fin, Boedo,
1483; departamento 14... Nuestra posición es tan mezquina...
--¡Oh!--protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir
su promesa. Fué allá--un miserable departamento de arrabal.--La señora
de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
--¡Conque once años!--observó de nuevo la madre.--¡Cómo pasa el
tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!
--Seguramente--sonrió Nébel, mirando a su rededor.
--¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su
casa... Siempre oigo hablar de sus cañaverales... ¿Es ese su único
establecimiento?
--Sí,... en Entre Ríos también...
--¡Qué feliz! Si pudiera uno... Siempre deseando ir a pasar unos
meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este con el corazón
apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en
su alma.
--Y todo esto por falta de relaciones... ¡Es tan difícil tener un amigo
en esas condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.
Estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una
frescura de los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de
veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en la mansa
tranquilidad de su mirada, en su cuello mórbido, y en todo lo
indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía
guardar velado para siempre, el recuerdo de la Lidia que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas
maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:
--Sí, está un poco débil... Y cuando pienso que en el campo se
repondría en seguida... Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con
usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo... ¿No podríamos pasar
una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
--Soy casado--repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su
decepción fué sincera; pero en seguida cruzó sus manos cómicas:
--¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya
sabe!... No sé lo que digo... ¿Y su señora vive con usted en
el ingenio?
--Sí, generalmente... Ahora está en Europa.
--¡Qué desgracia! Es decir... ¡Octavio!--añadió abriendo los brazos con
lágrimas en los ojos:--a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi
hijo... ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que
vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre--concluyó
con una pastosa sonrisa y bajando la voz:--usted conoce bien el
corazón de Lidia, ¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permaneció callado.
--¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar
cuando ha querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel
valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era
siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja,
la morfina y la pobreza. Y Lidia... Al verla otra vez había sentido
un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya
estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en
brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.
--¿No sabes, Lidia?--prorrumpió alborozada, al volver su hija--Octavio
nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué
te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de las cejas y recuperó su
serenidad.
--Muy bien, mamá...
--¡Ah! ¿no sabes lo qué dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi
de su familia...
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con
dolorosa gravedad.
--¿Hace tiempo?--murmuró.
--Cuatro años--repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo
para mirarla.
Invierno
No hicieron el viaje juntos, por un último escrúpulo de Nébel en una
línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en
el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no
guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues--a
más de su propia frugalidad--su mujer se llevaba consigo toda la
servidumbre. De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa
como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la
salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía
vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y
pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había
sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una
corrida por dentro de aquel cadáver viviente.
Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo
suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñón, íntimamente
atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino
precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con
transida angustia:
--Si me permite, Octavio... ¡no puedo más! Lidia, ponte delante.
La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el
crujido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.
Súbitamente los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió
como una máscara aquella cara agónica.
--Ahora estoy bien... ¡qué dicha! Me siento bien.
--Debería dejar eso--dijo rudamente Nébel, mirándola de costado.--Al
llegar, estará peor.
--¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera
posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero
al caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar
las uñas, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos
escalofríos.
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de
una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.
--¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique
los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al
fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó
la suya en seguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de
Lidia.
--¡Quién es!--sonó de pronto la voz azorada.
--Soy yo--murmuró Nébel en voz apenas sensible.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta
bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de
nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo
tibio, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.
* * * * *
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor
antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el
santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber
robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante
candor. Pensó en las palabras de Dostoievsky, que hasta ese momento no
había comprendido: "Nada hay más bello y que fortalezca más en la
vida, que un puro recuerdo". Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin
mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora estaba
allí, enfangado hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta...
Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas.
Ella a su vez recordaría... Y las lágrimas de Lidia continuaban una
tras otra, regando como una tumba el abominable fin de su único sueño
de felicidad.
II
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi
todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy
pocas veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún
entonces largo tiempo callados.
Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre,
postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya
podrido, y aún a trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel
pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró
bruscamente en el comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba
precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó
en Nébel su mirada espantada.
--¿Hace mucho tiempo que usas eso?--le preguntó él al fin.
--Sí--murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Si embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia
terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía
de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella
desgraciada, sustrayéndole la droga.
--¡Octavio! ¡me va a matar!--clamó ella con ronca súplica.--¡Mi hijo
Octavio! ¡no podría vivir un día!
--¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso!--cortó Nébel.
--¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con
Lidia.
--¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
--Sí... Los médicos me habían dicho...
El la miró fijamente.
--Es que está mucho peor de lo que imaginas.
Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió
los labios en un casi sollozo.
--¿No hay médico aquí?--murmuró.
--Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel
abrió una carta.
--¿Noticias?--preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él.
--Sí--repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
--¿Del médico?--volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
--No, de mi mujer--repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.
A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.
--¡Octavio! ¡Mamá se muere!...
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya
el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por
entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
--Pla... pla... pla...
Nébel vio en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi
vacío.
--¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto?--preguntó.
--¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido... Seguramente lo fue a
buscar a tu cuarto cuando no estabas... ¡Mamá, pobre mamá!--cayó
sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato
los labios callaron su pla... pla, y en la piel aparecieron grandes
manchas violeta.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó
que Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las
valijas en el carruaje.
--Toma esto--le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de
diez mil pesos.
Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron
de lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada.
--¡Toma, pues!--repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre
ella.
--Perdóname--le dijo.--No me juzgues peor de lo que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla
del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le
tendió la mano y se dispuso a subir. Nébel la oprimió, y quedó un
largo rato sin soltarla, mirándola. Luego, avanzando, recogió a Lidia
de la cintura y la besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que
se perdía.
Pero Lidia no se asomó.
lunes, 19 de marzo de 2012
Hector Hugh Munro, (Saki), "La penitencia."
Octavian Ruttle era uno de los individuos vivaces y alegres en quienes la amabilidad ha puesto su sello inconfundible, y como la mayoría de gente de su clase, la paz de su alma dependía en gran medida de la aprobación de sus semejantes. Un día persiguió a un pequeño gatito atigrado al que le había dado caza, era algo terrible que a el mismo le resultaba difícil de aprobar, y se sintió alegrado cuando el jardinero había enterrado el cuerpo en una tumba cavada apresuradamente, bajo la sombra de un solitario roble en el prado. El mismo árbol al que el objeto de la cacería trepara desesperadamente en un último intento por salvar la vida.
Había sido un acto de mal gusto y aparentemente cruel, pero las circunstancias habían exigido que se hiciera. Octavian criaba pollos, por lo menos intentaba criar algunos, por que varios de ellos desaparecían dejando como único testimonio de su existencia, unas cuantas plumas manchadas de sangre, lo que indicaba la forma de su desaparición. Los empleados habían sido testigos de varias visitas furtivas a los gallineros, de un gato atigrado de la gran mansión de color gris que se encontraba a espaldas del prado, y después de las debidas negociaciones, con las autoridades de la mansión gris, una sentencia de muerte había sido acordada. “A los niños no les gustaría, pero no tienen por qué enterarse”. Estas habían sido las últimas palabras sobre el asunto.
Los niños en cuestión eran un completo enigma para Octavian, el creía que en el curso de unos meses, él ya sabría sus nombre, edades, las fechas de sus cumpleaños y que seguramente le habrían mostrado ya sus juguetes favoritos. Sin embargo divulgaban tan poca información sobre ellos o sus sentimientos, como aquel solemne gran muro blanco que los separaba en la pradera.
Una gran muro sobre el cual a veces sus tres cabezas aparecían inesperadamente. Sus padres estaban en la India; Era todo lo que había logrado averiguar con los vecinos, Mas allá del dato revelado por su vestimenta que indicaba que estaban divididos por sexo. Una niña y dos varones, los niños no le habían dejado saber nada más sobre su vida. Y ahora parecía que estaba involucrado en algo que les afectaba de cerca, pero que había que ocultarles.
Los pobres pollos indefensos se había ido uno por uno a su destino fatal, por lo que era justo que su verdugo deba sufrir de un final violento, sin embargo Octavian se sintió intranquilo tras participar en ese acto de violencia. El pequeño gato, ahuyentado de sus acostumbradas rutas de escape, había corrido de refugio en refugio, y su final ha sido bastante lamentable. Octavian caminaba por la hierba de la pradera con un paso menos alegre que de costumbre. Y al pasar bajo la sombra del gran muro blanco, levantó la vista y se dio cuenta de que su casería había tenido testigos indeseados.
Tres rostros blancos enojados lo miraban desde lo alto, y si alguna vez un artista quería un modelo triple del más gélido odio humano, impotente pero implacable, furioso pero enmascarado en la quietud, lo habría encontrado en las tres miradas, con las que se cruzaron los ojos de Octavian.
”Lo siento, pero no había más remedio”, dijo Octavian, con voz de genuina disculpa.
”Bestia!”
Fue la respuesta que vino de las tres gargantas con sorprendente intensidad.
Octavian sintió que el solemne muro blanco no sería más impenetrable a sus explicaciones que la mole de hostilidad humana que lo miraba desde su borde superior, por lo que decidió inteligentemente reservar sus disculpas para una ocasión más propicia.
Dos días después Octavian registro minuciosamente la mejor confitería del pueblo más cercano, en busca de una caja de chocolates que por su tamaño y contenido resultara una buena compensación, por el horrible hecho sucedido bajo el roble del prado. Rechazo inmediatamente las dos primeras cajas que le fueron mostradas, una tenía un grupo de pollitos pintados en la tapa, y la otra llevaba el retrato de un gato atigrado. La tercera caja era más sencilla, adornada con un ramo de amapolas, y Octavian acogió las flores del olvido como un feliz presagio. Se sintió aliviado cuando el imponente paquete había sido enviado a la mansión gris, y tras recibir mensaje de que había sido debidamente dado a los niños.
A la mañana siguiente caminaba despacio pero con paso firme a lo largo del gran muro blanco. Camino hacia los gallineros y las pocilgas que estaban en el extremo del prado. Los tres niños estaban encaramados en su acostumbrado puesto de observación, y su mirada no parecía haber cambiado tras la presencia de Octavian.
Este al tiempo que llegaba a una deprimente convicción acerca de lo indiferente de sus miradas, comenzó a advertir un extraño jaspeado en la hierba a sus pies, era un área considerable de pasto que mostraba manchas y salpicaduras de un granizo color de chocolate, alegrado aquí y allá por envolturas de papel aluminio de vivos colores o la reluciente malva de las violetas azucaradas. Era como si el paraíso de los cuentos de hadas de un niño goloso hubiera tomado forma y cuerpo en la vegetación del prado. Este era el precio que Octavian pagara por la sangre derramada que le había sido devuelto con desprecio.
Para aumentar su desconcierto el curso de los acontecimientos tendía a exonerar de culpas por los estragos causados a los pollitos, al reo que ya había pagado con su vida. Los pollitos jóvenes seguían desapareciendo, y parecía muy probable que el gato atigrado solo acechaba los gallineros para hacer presa de las ratas que encontraban cobijo en ellos.
Merced a los desbordantes canales de la conversación de los sirvientes, los niños se enteraron tardíamente de la pena impuesta al gato, y un día Octavian encontró una hoja de cuaderno en la que estaba escrito trabajosamente. ”Bestia, las ratas se comieron tus pollitos”.
Con más ardor que nunca deseo una oportunidad para expiar sus culpas, y ganarse un apodo más feliz que aquel que había recibido de sus tres jueces.
Y un día tuvo la inspiración, Olivia su hija de dos años de edad, era la clave, su hija estaba acostumbrada a pasar la hora del mediodía hasta la una con su padre, mientras la niñera engullía y digería su almuerzo junto con la lectura de una novela romántica. A esa misma hora aquel solemne muro blanco, solía adornarse con las tres pequeñas figuras de los niños. Que pasaban el tiempo, vigilantes aparentemente sin ningún propósito en mente.
Octavian, con aparente descuido de ello, trajo a Olivia y habiéndola colocado en un punto que quedara perfectamente visible por sus observadores. Comenzó a notar un creciente interés que nacía en ese grupo tan cerrilmente hostil hasta entonces.
Su pequeña Olivia, con sus maneras placidas y somnolientas, habría de triunfar donde él, con sus aproximaciones nerviosas y bien intencionadas, había fracasado rotundamente. Él le trajo una gran dalia amarilla, que Olivia agarró con fuerza en una mano y miró con una mirada de aburrimiento de beneficencia, como la que suele darse a la danza clásica interpretada por aficionados. En beneficio de una organización de caridad que merece la ayuda.
Luego se volvió tímidamente hacia el grupo encaramado en la pared y le preguntó con fingida indiferencia, “¿Les gustan las flores?”. Las tres cabezas asintieron solemnemente como recompensa a su iniciativa.
“¿Cuáles les gustan más?”
-preguntó, esta vez con una voz que lo traicionaba y mostraba su ansiedad.
“Las que tienen todos los colores, por ahí.” Tres brazos regordetes apuntaban a una maraña de guisantes de olor. Como suelen hacer los niños, habían pedido lo que estaba más lejos de la mano, pero Octavian trotando alegremente se dirigió a obedecer a sus instancias de bienvenida. Tiró y tiró con implacable mano, arrancando todas las variedades de color que podía ver convirtiéndose no en un manojo si no en una brazada de flores. Luego giro para volver sobre sus pasos y encontró el muro más inexpresivo y solitario que nunca, mientras que en el primer plano todo rastro de Olivia había desparecido. Allá a lo lejos en el prado tres niños estaban empujando un carrito a la mayor velocidad posible. En dirección a las pocilgas de los cerdos, era el coche de Olivia, y Olivia estaba sentada en él. Se veía como se golpeaba un poco y se sacudía al ritmo en que era empujada, pero parecía mantener la calma acostumbrada.
Octavian contemplo por unos momentos al grupo que se movía velozmente y después se echó a correr en pos de ellos a todo lo que daban sus piernas, derramando a su paso una lluvia de flores de la masa de guisantes que aun tenia aferradas en sus manos. Aunque corrió muy rápido, los niños habían llegado a la pocilga antes de que lograra alcanzarlos, pero llego a tiempo para ver a Olivia, curiosa, sin protestar, pese a los tirones y empujones que reciba para subirla al techo de la pocilga mas cercana.
Eran edificios antiguos necesitados de alguna reparación, y el techo desvencijado, ciertamente no podría soportar el peso de Octavian si hubiera tratado de seguir a su hija y sus captores hasta una nueva posición más ventajosa.
“¿Qué van a hacer con ella?” jadeó. No había equivocación posible sobre la firme decisión de llevar a cabo una trastada que denotaban esos jóvenes rostros congestionados, pero que mostraban una severa serenidad.
“Colgarla con cadenas arriba de un fuego lento”, dijo uno de los chicos. Era evidente que había estado leyendo la historia inglesa.
“Tirarla allá abajo para que los cerdos se la coman todita, menos las palmas de las manos”, dijo el otro chico. También era evidente que habían estudiado la historia bíblica.
La última propuesta fue la que más alarmó a Octavian, ya que podría ejecutarse de inmediato, recordó casos de cerdos que habían devorado bebes.
“Ustedes seguramente no podrán tratar a mi pobre Olivia de esa manera?” – suplico
“Tú mataste a nuestro pobre gatito”, se produjo en severo recordatorio proveniente de las tres gargantas.
“Lamento mucho haberlo hecho”, dijo Octavian, y si hay una escala para medir las verdades, la afirmación de Octavian era sin duda un gran nueve.
“Nosotros también vamos a lamentarlo mucho, cuando matemos a Olivia, pero no podemos lamentarnos hasta que no lo hayamos hecho”, dijo la niña.
La inexorable lógica infantil se levantó como una muralla inquebrantable ante los ruegos de Octavian. Antes de que pudiera pensar en una nueva suplica, sus energías fueron requeridas en otra dirección. Olivia se había deslizado desde el techo y cayó suavemente en un cenagal de lodo y paja en descomposición. Octavian escalo apresuradamente por encima del muro de la pocilga a su rescate, y una vez se dentro se encontró con un lodazal que envolvió a sus pies.
Olivia, después de la primera sensación de sorpresa tras la caída, se había sentido medianamente a gusto de encontrarse en contacto con el pegajoso elemento que estaba a su alrededor, pero cuando ella comenzó a hundirse lentamente en el lodo se sintió súbitamente angustiada y poco feliz, y se echó a llorar. Cómo cuando un niño quiere atención.
Octavian, luchaba contra el lodo, que parecía haber aprendido el arte de apresar, parecía que no cedía ni una pulgada que lo dejara avanzar, Octavian vio a su hija desaparecer por el lodo que la chupaba lentamente.
Con la cara distorsionada ante la desesperación, lloriqueaba mientras miraba que desde el techo de la pocilga los tres niños miraban hacia abajo con una mirada fría e indiferente, tan despiadada como la de las hermanas Parcas.
“No puedo llegare a ella a tiempo”, exclamó Octavian, “Se ahogara en el fango. ¿Acaso no la van a ayudar?”
“Nadie ayudó a nuestro gato”, fue el recordatorio de lo inevitable.
“Haré cualquier cosa para demostrarles cuánto lo siento”, exclamó Octavian, con un desesperado paso, que le llevó apenas dos pulgadas hacia delante.
“ Te Pondrás junto a la del tumba del gato, vestido con una sábana blanca “
“Sí”, gritó Octavian.
“con una vela en la mano”
“Y diciendo soy una bestia repugnante”
Octavian dijo que si a ambas sugerencias.
“Durante mucho tiempo, mucho tiempo”
“Durante media hora”, dijo Octavian. Esto último no era precisamente un grito de ansiedad, porque Octavian sabia del precedente de un rey alemán que hizo al aire libre penitencia por varios días y noches en época de Navidad vestido sólo con su camisa? Afortunadamente los niños no parecen haber leído la historia de Alemania, y media hora les pareció mucho tiempo.
“Muy bien”, llegó la triple aceptación desde la azotea, y un momento después una pequeña escalera de mano le fue entregada, Octavian la apoyo contra el pequeño muro de la pocilga trepo sobre el rodeando el lodazal para colocar nuevamente la escalera en el lodo, deslizándose cuidadosamente a lo largo de sus peldaños, así pudo acortar la distancia que lo separaba de su hija, la visón era como el extracto de un naufragio. Después Octavian saco poco a poco a Olivia como un corcho que se reúsa a salir. Unos minutos más tarde estaba escuchando el testimonio de la niñera, que en sus experiencias previas, ante espectáculos mugrientos, se había desarrollado en escalas notablemente menores.
Esa misma noche, cuando el crepúsculo se profundizaba en la oscuridad Octavian tomó posesión de su cargo como penitente bajo el roble solitario, después de haber cubierto cuidadosamente su cuerpo desnudo. Estaba vestido con una camisa de céfiro, que en esta ocasión bien merecía su nombre. En una mano tenia la vela encendida y en la otra un reloj, en el cual parecía haber transmigrado el alma de un fontanero difunto. Una caja de cerillas yacía a sus pies a la cual recurría en frecuentes ocasiones, cuando la vela sucumbía ante la brisa de la noche. La mansión se alzaba inescrutable en la mediana distancia, pero Octavian estaba seguro de que tres pares de ojos solemnes le contemplaban. Por lo que cumplió su penitencia gritando “soy una bestia repugnante”
Ya a la mañana siguiente sus ojos se alegraron al encontrar una hoja de cuaderno, tirada junto al gran muro blanco, La hoja tenia escrito. YA NO BESTIA.