domingo, 6 de marzo de 2011

Las lecciones de las lagartijas y de los pájaros R. Bradbury.



Cómo empezar a escribir algo nuevo según Ray Bradbury.

"Date prisa, no te muevas ... En la rapidez está la verdad."

"Date prisa, no te muevas. Es la lección de la lagartija. Para todos los escritores. Cualquiera sea la criatura superviviente que observen, verán lo mismo. Saltar, correr, congelarse. En su capacidad de destellar como un párpado, chasquear como un látigo, desvanecerse como vapor, aquí en un instante, ausente en el próximo, la vida se afirma en la tierra. Y cuando esa vida no se precipita en la huida, con el mismo fin está jugando a las estatuas.


Vean al colibrí: está, no está. Igual que el pensamiento se alza y parpadea este vaho de verano; la carraspera de una garganta cósmica, la caída de una hoja. ¿Y dónde fue ese murmullo...?



¿Qué podemos aprender los escritores de las lagartijas, recoger de los pájaros? En la rapidez está la verdad. Cuanto más pronto se suelte uno, cuanto más deprisa escriba, más sincero será. En la vacilación hay pensamiento. Con la demora surge el esfuerzo por un estilo; y se posterga el salto sobre la verdad, único estilo por el que vale la pena batirse a muerte o cazar tigres. (...)



¿Cómo empezar a escribir algo nuevo, que dé miedo y aterrorice?




En general uno tropieza con la cosa. No sabe qué está haciendo y de pronto está hecho. No se propone reformar cierta clase de literatura. Es un desarrollo de la vida propia y los miedos nocturnos. De repente mira alrededor y ve que ha hecho algo casi nuevo.
El problema para cualquier escritor de cualquier campo es quedar circunscrito por lo que se ha hecho antes o lo que se imprime día a día en libros y revistas.



Yo crecí leyendo y amando las tradicionales historias de fantasmas de Dickens, Lovecraft, Poe, y más tarde Kuttner, Bloch y Clark Ashton Smith. Intentaba escribir historias fuertemente influidas por varios de esos escritores y lograba confeccionar pasteles de barro de cuatro capas, todos lenguaje y estilo, que negándose a flotar se hundían sin dejar rastro. Era demasiado joven para identificar el problema; estaba demasiado ocupado imitando.



Entré casi a tumbos en mi identidad creativa durante el último año de la secundaria, cuando escribí una especie de larga reminiscencia del hondo barranco de mi pueblo natal, y del miedo que me daba de noche. Pero no tenía ninguna historia que se adecuara al barranco, por lo que el descubrimiento de la verdadera fuente de mi futura obra se retrasó un tiempo.


A partir de los doce años escribí al menos mil palabras por día. Durante mucho tiempo por encima de un hombro la mirada de Poe, mientras por sobre el otro me observaban Wells, Burroughs y casi todos los escritores de Astounding y Weird Tales.


Yo los amaba y ellos me sofocaban. No había aprendido a mirar hacia otro lado y, en el proceso, no a mirarme a mí mismo sino a lo que sucedía detrás de mi cara.



Sólo pude encontrar un camino cierto en el campo minado de la imitación cuando empecé a descubrir los gustos y ardides que acompañan a las asociaciones de palabras. Al fin resolví que si uno va a pisar una mina, mejor que lo haga por cuenta propia. Volar, por así decir, por las propias delicias y desesperanzas.




Empecé a tomar breves notas describiendo amores y odios. Durante mis veinte y veintiún años vagué por mediodías de verano y medianoches de octubre, presintiendo que en algún lugar de las estaciones brillantes y oscuras debía haber algo que era mi verdadero yo.



Tenía veintidós cuando una tarde al fin lo descubrí. Escribí el título «El lago» en la primera página de una historia que se terminó dos horas más tarde, sentado ante mi máquina en un porche, al sol, con lágrimas cayéndome de la nariz y el pelo de la nuca erizado.




¿Por qué el pelo de punta y la nariz chorreante? Me daba cuenta de que por fin había escrito un cuento realmente bueno. El primero en diez años. Y no sólo era un buen cuento sino una especie de híbrido, algo al borde de lo nuevo. No un cuento de fantasmas tradicional sino un cuento sobre el amor, el tiempo, el recuerdo y el ahogo.




¿Recibí de «El lago» una lección rápida, dura o aun fácil? No. Volví a escribir cuentos de fantasmas a la antigua. Porque era demasiado joven para comprender mucho sobre la escritura y tardé años en percatarme de mis descubrimientos. La mayor parte del tiempo vagaba por todos lados y escribía mal."







Ray Bradbury, "Date prisa, no te muevas, o la cosa al final de la escalera, o nuevos fantasmas de mentes viejas", Ensayo, (1986) en Zen en el arte de escribir, Minotauro, 2002.

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