lunes, 7 de marzo de 2011

Mineko Iwasaki


Narrar la verdadera historia

“Quiero que se conozca cómo es en realidad la vida de una geisha, repleta de singulares exigencias profesionales y colmada de compensaciones. Son muchos los que sostienen que fui la mejor geisha de mi generación y, en verdad, coseché más éxitos que cualquier otra. Sin embargo, con los años esa vida devino asfixiante para mí, y hube de abandonarla.

Hacía mucho tiempo que deseaba narrar esta historia.

Me llamo Mineko. Aunque éste no es el nombre que me puso mi padre al nacer: es mi nombre profesional. Lo llevo desde los cinco años, cuando me lo asignó la jefa de la familia de mujeres que habría de criarme conforme a la tradición de las geishas. El apellido de la familia es Iwasaki, y me adoptaron legalmente como heredera del mismo y sucesora a regentear el negocio cuando tenía diez años.

Comencé mi carrera muy pronto, pues ciertos acontecimientos que viví a la edad de tres años me convencieron de que aquélla era mi auténtica vocación.”


(Mineko Iwasaki, Vida de una geisha. La verdadera historia, 2004, p. 7 y 8. El nombre dado por su padre fue Masako Tanaka.)


Su nombre. Los nombres.


“Un día, mi madre y yo contemplábamos los asteres de color blanco y melocotón que crecían alrededor del estanque.
-¿Cómo se llama esa flor? –pregunté.
-Aster –respondió.
-Mm, aster. ¿Y ésta pequeña?
-También es un aster.
-¿Qué quieres decir? ¿Cómo es posible que dos flores tan distintas tengan el mismo nombre?
Mi madre se quedó perpleja.
-Bueno, es el nombre de la familia de las plantas. Es la clase de flor.
-Pero en nuestra casa vive una familia y cada uno tiene un nombre diferente. Esas flores también deberían tener el suyo propio. Quiero que les pongas uno, como hiciste con nosotros. Así ninguna flor se sentirá mal.
(…)
Me resulta fácil evocar una preciosa tarde de mayo en que soplaba una brisa suave y fresca procedente de las montañas del este. Los lirios habían florecido y reinaba una paz absoluta. Yo estaba sentada en el regazo de mi madre y juntas disfrutábamos del sol acomodadas en la galería.
-¡Qué bonito día! –exclamó ella.
Recuerdo con claridad que le contesté:
-Soy muy feliz.
Este es el último recuerdo verdaderamente dichoso que guardo de mi infancia.”


(Mineko Iwasaki, op.cit. p.35 y 36)

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