En ocasión de cumplirse 40 años de la primera edición, Ray Bradbury escribió este Postfacio.
Cinco pequeños brincos y luego un
gran salto.
Cinco petardos y luego una
explosión.
Eso describe poco más o menos la
génesis de Fahrenheit 451.
Cinco cuentos cortos, escritos
durante un período de dos o tres años, hicieron invirtiera nueve dólares y medio
en monedas de diez centavos en alquilar una máquina de escribir en el sótano
de una biblioteca, y acabara la novela corta en sólo nueve días.
¿Cómo es eso?
Primero, los saltitos, los
petardos:
En un cuento corto, «Bonfire»,
que nunca vendí a ninguna revista, imaginé los pensamientos literarios de un
hombre en la noche anterior al fin del mundo. Escribí unos cuantos relatos parecidos
hace unos cuarenta y cinco años, no como una predicción, sino corno una
advertencia, en ocasiones demasiado insistente. En «Bonfire», mi héroe enumera sus
grandes pasiones. Algunas dicen así: «Lo que más molestaba a William
Peterson era Shakespeare y Platón y Aristóteles y Jonathan Swift y William. Faulkner, y
los poemas de, bueno, Robert Frost, quizá,y John Donne y Robert Herrick. Todos
arrojados a la
Hoguera. Después imaginó las cenizas (porque en eso se
convertirían). Pensó en las esculturas colosales de Michelangelo, y en el Greco y
Renoir y en tantos otros. Mañana estarían todos muertos, Shakespeare y Frost
junto con HuxIey, Picasso, Swift y Beethoven, toda aquella extraordinaria biblioteca
y el bastante común propietario ... »
No mucho después de «Bonfire»
escribí un cuento más imaginativo, pienso, sobre el futuro próximo, «Bright
Phoenix»: el patriota fanático local amenaza al bibliotecario del pueblo a
propósito de unos cuantos miles de libros condenados a la hoguera. Cuando los
incendiarios llegan para rociar los volúmenes con kerosene, el bibliotecario los
invita a entrar, y en lugar de defenderse, utiliza contra ellos armas bastante sutiles y
absolutamente obvias. Mientras recorremos la biblioteca y encontramos a los
lectores que la habitan, se hace evidente que detrás de los ojos y entre las
orejas de todos hay más de lo que podría imaginarse. Mientras quema los
libros en el césped del jardín de la biblioteca, el Censor Jefe toma café con el
bibliotecario del pueblo y habla con un camarero del bar de enfrente, que viene
trayendo una jarra de humeante café.
-Hola, Keats -dije.
-Tiempo de brumas y frustración
madura -dijo el camarero.
-¿Keats? -dijo el Censor jefe -.
¡No se llama Keats!
-Estúpido -dije -. Éste es un
restaurante griego. ¿No es así, Platón?
El camarero volvió a llenarme la
taza. -El pueblo tiene siempre algún campeón, a quien enaltece por encima de
todo... Ésta y no otra es la raíz de la que nace un tirano; al principio es un
protector. Y más tarde, al salir del
restaurante, Barnes tropezó con un anciano que casi cayó al suelo. Lo agarré del brazo.
-Profesor Einstein -dije yo.
-Señor Shakespeare -dijo él.
Y cuando la biblioteca cierra y
un hombre alto sale de allí, digo: -Buenas noches, señor Lincoln ...
Y él contesta: -Cuatro docenas y
siete años ...
El fanático incendiario de libros
se da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros memorizándolos.
¡Hay libros por todas partes, escondidos en la cabeza de la gente! El hombre
se vuelve loco, y la historia termina.
Para ser seguida por otras
historias similares: «The Exiles», que trata de los personajes de los libros de Oz y
Tarzán y Alicia, y de los personajes de los extraños cuentos escritos por
Hawthorne y Poe, exiliados todos en Marte; uno por uno estos fantasmas se desvanecen
y vuelan hacia una muerte definitiva cuando en la Tierra arden los últimos
libros.
En «Usher H» mi héroe reúne en una
casa de Marte a todos los incendiarios de libros, esas almas tristes que
creen que la fantasía es perjudicial para la mente.Los hace bailar en el baile de
disfraces de la Muerte
Roja , y los ahoga a todos en una laguna negra, mientras la Segunda Casa Usher se
hunde en un abismo insondable.
Ahora el quinto brinco antes del
gran salto.
Hace unos cuarenta y dos años,
año más o año menos, un escritor amigo mío y yo íbamos paseando y charlando por
Wilshire, Los Angeles, cuando un coche de policía se detuvo y un agente
salió y nos preguntó qué estábamos haciendo.
-Poniendo un pie delante del otro
-le contesté, sabihondo.
Ésa no era la respuesta
apropiada.
El policía repitió la pregunta.
Engreído, respondí: -Respirando
el aire, hablando, conversando, paseando.
El oficial frunció el ceño. Me
expliqué.
-Es ¡lógico que nos haya
abordado. Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda, habríamos
conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos habríamos ido en
coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo nuestros pies.
-¿Paseando, eh? -dijo el oficial
-. ¿Sólo paseando?
Asentí y esperé a que la evidente
verdad le entrara al fin en la cabeza.
-Bien -dijo el oficial -. Pero,
¡qué no se repita!
Y el coche patrulla se alejó.
Atrapado por este encuentro al
estilo de Alicia en el País de las Maravillas, corrí a casa a escribir «El peatón» que
hablaba de un tiempo futuro en el que estaba prohibido caminar, y los peatones
eran tratados como criminales. El relato fue rechazado por todas las revistas
del país y acabó en el Reporter la espléndida
revista política de Max Ascoli.Doy gracias a Dios por el
encuentro con el coche patrulla, la curiosa pregunta, mis respuestas estúpidas, porque si
no hubiera escrito «El peatón» no habría podido sacar a mi criminal paseante
nocturno para otro trabajo en la ciudad, unos meses más tarde. Cuando lo hice, lo que empezó
como una prueba de asociación de palabras oideas se convirtió en una no vela
de 25.000 palabras titulada «The Fireman», que me costó mucho vender, pues era
la época del Comité de Investigaciones de Actividades Antiamericanas,
aunque mucho antes de que Joseph McCarthy saliera a escena con Bobby Kermedy al
alcance de la mano para organizar nuevas pesquisas.
En la sala de mecanografía, en el
sótano de la biblioteca, gasté la fortuna de nueve dólares y medio en monedas
de diez centavos; compré tiempo y espaciojunto con una docena de
estudiantes sentados ante otras tantas máquinas de escribir.
Era relativamente pobre en 1950 y
no podía permitirme una oficina. Un mediodía, vagabundeando por el campus de la
UCLA, me llegó el sonido de un tecleo desde las profundidades y fui a
investigar. Con un grito de alegría descubrí que, en efecto, había una sala de
mecanografía con máquinas de escribir de alquiler donde por diez centavos la media
hora uno podía sentarse y crear sin necesidad de tener una oficina decente. Me senté y tres horas después
advertí que me había atrapado una idea, pequeña al principio pero de proporciones
gigantescas hacia el final. El concepto era tan absorbente que esa tarde me fue
difícil salir del sótano de la biblioteca y tomar el autobús de vuelta a la realidad:
mi casa, mi mujer y nuestra pequeña hija. No puedo explicarles qué
excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle
monedas de diez centavos, aporrearla como un loco,correr escaleras arriba para ir a
buscar más monedas, meterse entre los estantesy volver a salir a toda prisa,
sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los
libros, que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con el
sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra allá, que metería
o embutiría en mi mito en gestación. Yo estaba,como el héroe de Melville,
enloquecido por la locura. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me
escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y
me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las
manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las
puntas de los dedos. Fue un triunfo especial porque yo
llevaba escribiendo relatos cortos desde los doce años, en el colegio y
después, pensando siempre que quizá nunca me atrevería a saltar al abismo de
una novela. Aquí, pues, estaba mi primer intento desalto, sin paracaídas, a una
nueva forma. Con un entusiasmo desmedido a causade mis carreras por la
biblioteca, oliendo las encuadernaciones y saboreando las tintas, pronto descubrí, como he
explicado antes, que nadie quería «The Fireman». Fue rechazado por todas
las revistas y finalmente fue publicado por la revista Galaxy, cuyo editor,
Horace Gold, era más valiente que la mayoría en aquellos tiempos.
¿Qué despertó mi inspiración?
¿Fue necesario todo un sistema de raíces de influencia, sí, que me impulsaran
a tirarme de cabeza a la máquina de escribir y a salir chorreando de hipérboles,
metáforas y símiles sobre fuego, imprentas y papiros?
Por supuesto: Hitler había
quemado libros en Alemania en 1934, y se hablaba delos cerilleros y yesqueros de
Stalin. Y además, mucho antes, hubo una caza de brujas en Salem en 1680, en la
que mi diez veces tatarabuela Mary Bradbury fue condenada pero escapó a la
hoguera. Y sobre todo fue mi formación romántica en la mitología romana, griega y
egipcia, que empezó cuando yo tenía tres años. Sí, cuando yo tenía tres años, tres,
sacaron a Tut de su tumba y lo mostraron en el suplemento semanal de los
periódicos envuelto en toda una panoplia de oro, ¡y me pregunté qué sería aquello y
se lo pregunté a mis padres!
De modo que era inevitable que
acabara oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la biblioteca de
Alejandría; dos accidentales, y el otro intencionado. Tenía nueve años cuando me enteré
y me eché a llorar. Porque, como niño extraño, yo ya era habitante de
los altos áticos y los sótanos encantados de la biblioteca Carnegie de Waukegan, Illinois.
Puesto que he empezado,
continuaré. A los ocho, nueve, doce y catorce años, no había nada más emocionante para
mí que correr a la biblioteca cada lunes por la noche, mi hermano siempre delante
para llegar primero. Una vez dentro, la vieja bibliotecaria (siempre fueron
viejas en mi niñez) sopesaba el peso de los libros que yo llevaba y mi propio peso,
y desaprobando la desigualdad (más libros que chico), me dejaba correr de
vuelta a casa donde yo lamía y pasaba las páginas.
Mi locura persistió cuando mi
familia cruzó el país en coche en 1932 y 1934 por la carretera 66. En cuanto nuestro
viejo Buick se detenía, yo salía del coche y caminaba hacia la biblioteca más
cercana, donde tenían que vivir otros Tarzanes, otros Tik Toks, otras Bellas y
Bestias que yo no conocía.
Cuando salí de la escuela
secundaria, no tenía dinero para ir a la universidad. Vendí periódicos en una esquina
durante tres años y me encerraba en la biblioteca del centro tres o cuatro días a
la semana, y a menudo escribí cuentos cortos en docenas de esos pequeños tacos de
papel que hay repartidos por las bibliotecas, como un servicio para los
lectores. Emergí de la biblioteca a los veintiocho años. Años más tarde, durante una
conferencia en una universidad, habiendo oído de mi total inmersión en la literatura,
el decano de la facultad me obsequió con birrete, toga y un diploma, como
«graduado» de la biblioteca.
Con la certeza de que estaría
solo y necesitando ampliar mi formación, incorporé a mi vida a mi profesor de poesía y
a mi profesora de narrativa breve de la escuela secundaria de Los Angeles. Esta
última, Jermet Johnson, murió a los noventa años hace sólo unos años, no
mucho después de informarse sobre mis hábitos de lectura.
En los últimos cuarenta años es
posible que haya escrito más poemas, ensayos, cuentos, obras teatrales y
novelas sobre bibliotecas, bibliotecarios y autores que cualquier otro escritor. He
escrito poemas como Emily Dickinson, Where Are You? Hermann Melville Called Your Name Last Night In
His Sleep. Y otro reivindicando a Emily y el señor Poe como mis
padres. Y un cuento en el que Charles Dickens se muda a la buhardilla de la
casa de mis abuelos en el verano de 1932, me llama Pip, y me permite ayudarlo a
terminar Historia de dos ciudades. Finalmente, la biblioteca de La feria de las
tinieblas es el punto de cita para un encuentro a medianoche entre el Bien y el
Mal. La señora Halloway y el señor Dark. Todas las mujeres de mi vida han sido
profesoras, bibliotecarias y libreras. Conocí a mi mujer, Maggie, en una librería en
la primavera de 1946.
Pero volvamos a «El peatón» y el
destino que corrió después de ser publicado en una revista de poca categoría.
¿Cómo creció hasta ser dos veces más extenso y salir al mundo?
En 1953 ocurrieron dos agradables
novedades. Ian Ballantine se embarcó en una aventura arriesgada, una
colección en la que se publicarían las novelas en tapa dura y rústica a la vez.
Ballantine vio en Fahrenheit 451 las cualidades de una novela decente si yo añadía otras
25.000 palabras a las primeras 25.000.¿Podía hacerse? Al recordar mi
inversión en monedas de diez centavos y mi galopante ir y venir por las
escaleras de la biblioteca de UCLA a la sala de mecanografía, temí volver a
reencender el libro y recocer los personajes. Yo soy un escritor apasionado, no
intelectual, lo que quiere decir que mis personajes tienen que adelantarse a mí para
vivir la historia. Si mi intelecto los alcanza demasiado pronto, toda la
aventura puede quedar empantanada en la duda y en innumerables juegos mentales.
La mejor respuesta fue fijar una
fecha y pedirle a Stanley Kauffmann, mi editor de Ballantine, que viniera a la
costa en agosto. Eso aseguraría, pensé, que este libro Lázaro se levantara de entre los
muertos. Eso además de las conversaciones que mantenía en mi cabeza con el jefe
de Bomberos, Beatty, y la idea misma de futuras hogueras de libros. Si
era capaz de volver a encender a Beatty, de dejarlo levantarse y exponer su
filosofía, aunque fuera cruel o lunática, sabía que el libro saldría del sueño y seguiría a
Beatty.
Volví a la biblioteca de la UCLA,
cargando medio kilo de monedas de diez centavos para terminar mi novela.
Con Stan Kauffmann abatiéndose sobre mí desde el cielo, terminé de
revisar la última página a mediados de agosto. Estaba entusiasmado, y Stan me animó con
su propio entusiasmo.En medio de todo lo cual recibí
una llamada telefónica que nos dejó estupefactos a todos. Era John Houston, que me
invitó a ir a su hotel y me preguntó si me gustaría pasar ocho meses en
Irlanda para escribir el guión de Moby Dick.
Qué año, qué mes, qué semana.
Acepté el trabajo, claro está, y
partí unas pocas semanas más tarde, con mi esposa y mis dos hijas, para
pasar la mayor parte del año siguiente en ultramar. Lo que significó que tuve que
apresurarme a terminar las revisiones menores de mi brigada de bomberos.
En ese momento ya estábamos en
pleno período macartista- McCarthy había obligado al ejército a retirar
algunos libros «corruptos» de las bibliotecas en el extranjero. El antes general, y
por aquel entonces presidente Eisenhower, uno de los pocos valientes de aquel año,
ordenó que devolvieran los libros a los estantes. Mientras tanto, nuestra búsqueda
de una revista que publicara partes de Fahrenheit 451 llegó a un
punto muerto. Nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la censura,
futura, presente o pasada.
Fue entonces cuando ocurrió la
segunda gran novedad. Un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero
visionario, vio mi manuscrito y lo compró por cuatrocientos cincuenta dólares,
que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los número dos, tres y cuatro de la
revista que estaba a punto de lanzar. El joven era Hugh Hefner. La
revista era P1ayboy, que llegó durante el invierno de 1953 a 1954 para escandalizar y
mejorar el mundo. El resto es historia. A partir de ese modesto principio, un
valiente editor en una nación atemorizada sobrevivió y prosperó. Cuando hace unos meses
vi a Hefner en la inauguración de sus nuevas oficinas en California, me
estrechó la mano y dijo: «Gracias por estar allí». Sólo yosupe a qué se refería.
Sólo resta mencionar una
predicción que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería
a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta
quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende,
que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la
MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al kerosene o persigan al lector.
Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las
grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién
le importará?
No todo está perdido, por
supuesto. Todavía estamos a tiempo si evaluamos adecuadamente y por igual a
profesores, alumnos y padres, si hacemos de la calidad una responsabilidad
compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los seis años cualquier niño en
cualquier país puede disponer de una biblioteca y aprender casi por osmosis;
entonces las cifras de drogados, bandas callejeras,violaciones y asesinatos se
reducirán casi a cero. Pero el Bombero jefe en la mitad de la novela lo explica todo, y
predice los anuncios televisivos de un minuto, con tres imágenes por segundo, un
bombardeo sin tregua. Escúchenlo, comprendan lo que quiere decir, y entonces
vayan a sentarse con su hijo, abran un libro y vuelvan la página.
Pues bien, al final lo que
ustedes tienen aquí es la relación amorosa de un escritor con las bibliotecas; o la
relación amorosa de un hombre triste, Montag, no con la chica de la puerta de al lado,
sino con una mochila de libros. ¡Menudo romance! El hacedor de listas de «Bonfire» se
convierte en el bibliotecario de «Bright Phoenix» que memoriza a Lincoln y
Sócrates, se transforma en «El peatón» que pasea de noche y termina siendo Montag, el
hombre que olía a kerosene y encontró a Clarisse. La muchacha le olió el
uniforme y le reveló la espantosa misión de un bombero, revelación que llevó a
Montag a aparecer en mi máquina de escribir un día hace cuarenta años y a
suplicar que le permitiera nacer.
-Ve -dije a Montag, metiendo otra
moneda en la máquina -, y vive tu vida, cambiándola mientras vives. Yo te
seguiré. Montag corrió. Yo fui detrás.Ésta es la novela de Montag. Le agradezco que la escribiera
para mí.
Postfacio de Ray Bradbury
Febrero de 1993.
Buenos Aires, Editorial Minotauro, 2011.
Buenos Aires, Editorial Minotauro, 2011.
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