martes, 19 de mayo de 2020

Clarice Lispector, Felicidad clandestina



Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicio” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:
-Vas a prestar ahora mismo ese libro.                                                                                 
Y a mí:
-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aun yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

Del libro Felicidad clandestina, 1971.

lunes, 11 de mayo de 2020

Oscar Wilde, El amigo fiel



Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola larga, que parecía una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque, como si fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la cabeza bajo el agua.

-Nunca podréis codearos con la alta sociedad, a menos que aprendáis a manteneros bajo el agua -les repetía machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.
Pero los patitos no prestaban atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas de pertenecer a la sociedad.
-¡Qué chiquillos más desobedientes! -gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente merecen ser ahogados.
-¡Qué cosas dice usted! -respondió la Pata-. Nadie nace enseñado y a los padres no nos queda más remedio que tener paciencia.
-¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los padres -dijo la Rata de Agua-. No soy madre de familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor está bien, dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más elevado. La verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro que una amistad verdadera.
-Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? -le preguntó un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca de allí, y que había oído la conversación.
-Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber -dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta la otra orilla del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus pequeños.
-¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es fiel, es porque me es fiel a mí.
-¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama plateada batiendo sus diminutas alas.
-No te entiendo -le contestó la Rata de Agua.
-Deje que te cuente un cuento sobre eso -dijo el Panzón.
-¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a escucharlo. Me encantan los cuentos.
-Se le podría aplicar -contestó el Pinzón.
Y bajó volando del árbol y, posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el cuento del Amigo Fiel.
-Erase una vez -comenzó a decir el Pinzón- un honrado muchacho, que se llamaba Hans.
-¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata de Agua.
-No -contestó el Pinzón-. No creo que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla redonda y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando del jardín. No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían minutisas y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La aguileña y la cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la flor de lis, el narciso y la clavellina brotaban y florecían unas tras otras, según pasaban los meses, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la vista y exquisitos perfumes para el olfato.
El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero el más fiel de todos era el grandote Hugo el Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete de flores, o un puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y cerezas, si estaban maduras.
-Los amigos verdaderos deberían compartir todas las cosas -solía decir el Molinero.
Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas.
Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero nunca diera al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina almacenados en el molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero a Hans nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad.
El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy feliz; pero llegaba el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores que llevar al mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras. Y además, en invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a visitarlo.
-No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve -decía el Molinero a su mujer-. Porque, cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola y no molestarla con visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y estoy convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la primavera y después le haré una visita y podrá darme una cesta llena de prímulas, y con ello será feliz.
-Eres muy considerado con todo el mundo -le decía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que vive en una casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.
-¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a que suba a vernos? -preguntó el hijo menor del Molinero? -Si el pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le enseñaré mis conejitos blancos.
-¡Pero qué tonto eres! -exclamó el Molinero- Realmente no sé para qué te mando a la escuela, pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril de vino tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación. Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay que confundirlas. Está claro que son dos palabras diferentes y significan cosas distintas. Eso lo sabe cualquiera.
-¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza tibia-. Estoy medio amodorrada, como si estuviera en la iglesia.
-Mucha gente obra bien -prosiguió el Molinero-, pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra que es mucho más difícil hablar que obrar; aunque también es mucho más elegante.
Y se quedó mirando con severidad, por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar encima de la merienda. Pero era tan joven que hay que disculparlo.
-¿Y así acaba el cuento? -preguntó la Rata de Agua.
-Claro que no -contestó el Pirizón- Así es como empieza.
-Pues entonces no está usted al día -le dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores empiezan por el final, siguen por el principio y terminan por el medio. Así es el nuevo método. Se lo oí decir el otro día a un crítico, que ia paseando alrededor del estanque con un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en lo cierto, porque llevaba gafas azules, y era calvo, y, a cada observación que hacía el joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego que continúe usted con el cuento. Me encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en común.
-Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose ora en una patita ora en la otra-, tan pronto como acabó el invierno y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans.
-¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo su mujer-. ¡Siempre estás pensando en los demás! No te olvides de llevar la cesta grande para las flores.
Así que el Molinero sujetó las aspas del molino de viento con una gruesa cadena de hierro y bajó por la colina con la cesta en su brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el Molinero.
-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Y qué tal has pasado el invierno? -dijo el Molinero.
-Bueno, la verdad es que eres muy amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó Hans. Te diré que lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy muy contento, y todas mis flores están hechas una maravilla.
-Hemos hablado muchas veces de ti este invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos qué tal te iría.
 -Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que me temía que me hubierais olvidado.
-Hans, me sorprendes -dijo el Molinero- Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso de la amistad, pero me temo que no seas capaz de entender la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!
-Realmente están preciosas -dijo Hans-; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero que me dé compraré otra vez mi carretilla.
-¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No mé irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más tonta!
-La verdad es que no tuve más remedio que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y no tenía dinero ni para comprar pan. Así que primero vendí la bolonadura de plata de la chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la pipa grande, y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez.
-Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte mi carretilla. No está en muy buen estado, porque le falta un lado y tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela. Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy como los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además, tengo una carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi carretilla.
-Es muy generoso por tu parte -dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía de alegría-. La puedo arreglar fáciImente, pues tengo un tablón en casa:
-¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado del granero, que tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por supuesto que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica amistad nunca se fija en cosas como ésas. Anda, haz el favor de traerla enseguida, que quiero ponerme a arreglar el granero hoy mismo.
-Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans.
Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el tablón a rastras.
-No es una tabla muy grande -dijo el Molinero mirándola-. Y me temo que, después de que haya arreglado el granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla. Claro que eso no es culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla hasta arriba.
-¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y sabía que, si la llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar su botonadura de plata.
-Bueno, en realidad –dijo el Molinero-, como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte un puñado de flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la amistad, la verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo.
-Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó el pequeño Hans , todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que recuperar la botonadura de plata.
Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero.
-Adiós, pequeño Hans -le dijo el Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al hombro y la gran cesta en la mano.
-Adiós -respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar tan contento, pues estaba encantado con la carretilla.
Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la voz del Molinero, que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, cruzó corriendo el jardín y miró por encima de la tapia.
Allí estaba el Molinero con un gran saco de harina al hombro.
-Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?
-Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las enredaderas, y regar las flores y atar la hierba.
-Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por tu parte negarte a hacerme este favor.
-Oh, no digas eso -exclamó el pequeño Hans-. No querría ser egoísta por nada del mundo.
Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran saco a sus espaldas.
Hacía mucho calor, y la carretera estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su camino, y llegó al mercado. Después de un rato, vendió el saco de harina a muy buen precio y regresó a casa inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera encontrar a algún ladrón en el camino.
-Ha sido un día muy duro -se dijo Hans mientras se metía en la cama- Pero me alegro de no haber dicho que no al Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla, A la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero del saco de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la cama.
-Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No te parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo si no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir siempre lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a los demás; pero un amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no le importa causar dolor. Es más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe que está obrando bien.
-Lo siento mucho -dijo el pobre Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan cansado que quise quedarme un rato en la cama, escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole una palmadita en la espalda-, porque, tan pronto estés vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el tejado del. granero.

El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días que no regaba las flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan amigo suyo.
-¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con voz tímida y vergonzosa.
-Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla -le contestó el Molinero-. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.
-¡De ninguna manera! -exclamó Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al granero. Allí trabajó todo el día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la obra.
-¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans? -le preguntó el Molinero con voz alegre.
-Está completamente arreglado -contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la escalera.
-¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que se hace por los demás -dijo el Molinero.
-Realmente es un privilegio oírte hablar -respondió el pequeño Hans, sentándose y enjugándose e! sudor de la frente- Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré unas ideas tan bonitas como las tuyas.
-Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas -dijo el Molinero- De momento, tienes sólo la práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría.
-¿De verdad crees que la tendré? -preguntó el pequeño Hans.
-No tengo la menor duda -contestó el Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías ir a casa a descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al monte.
El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó todo el día subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado el día.
-¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar.
Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no había manera de dedicarse a las flores, pues siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que le ayudara en el molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus flores creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de que el Molinero era su mejor amigo.
-Además -solía decir- va a darme su carretilla y eso es un acto de verdadera generosidad.
Así que el pequeño Hans seguía trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para poderlas leer por la noche, pues era un alumno muy aplicado.
Y sucedió que una noche estaba Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la puerta. Era una noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la tormenta. Pero enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros.
«Será algún pobre viajero», pensó Hans; y corrió a abrir la puerta.
Allí estaba el Molinero con un farol en una mano y un gran bastón en la otra.
-¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído de la escalera y está herido y voy en busca del médico. Pero vive tan lejos y está la noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a darte la carretilla, así que sería justo que a cambio hicieras algo por mí.
-Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-. Considero un honor que acudas a mí. Ahora mismo me pongo en camino; pero préstame el farol, pues la noche está tan oscura que tengo miedo de que pueda caerme al canal.
-Lo siento mucho -le contestó el Molinero-, pero el farol es nuevo. Sería una gran pérdida, si le pasara algo.
-Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él -exclamó el pequeño Hans.
Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de lana bien calentito, se enrolló una bufanda al cuello y salió en busca del médico.
¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y el viento era tan fuerte, que le costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo era muy valiente, y después de haber caminado alrededor de tres horas llegó a casa del médico y llamó a la puerta.
-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio.
-Soy yo, el pequeño Hans.
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del Molinero se ha caído de una escalera, y está herido, y el Molinero dice que vaya usted enseguida.
-¡Está bien! -dijo el médico.
Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el farol, bajó las escaleras y salió al trote hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le siguió con dificultad.
Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no veía por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha del caballo. Al cabo de un rato se perdió y estuvo dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy peligroso, lleno de hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos cabreros encontraron su cuerpo flotando en una charca y se lo llevaron a casa.
Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans, porque era una persona muy conocida; y allí estaba el Molinero, presidiendo el duelo.
-Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe el sitio de honor -dijo el Molinero.
Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre envuelto en una capa negra muy larga y, de vez en cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo.
-Ha sido una gran pérdida para todos nosotros -dijo el herrero, cuando hubo terminado el entierro y todos estaban cómodamente sentados en la taberna, bebiendo ponche y comiendo pasteles.
-Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el Molinero-, porque resulta que le había hecho el favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa me estorba y está en tal mal estado, que no creo que me den nada por ella, si quiero venderla. Pero, de ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver a regalar nada. Hace uno un favor y mira cómo te lo pagan.
-¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua, después de una larga pausa.
-Luego, nada. Éste es el final -dijo el Pinzón.
-Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la Rata de Agua.
-Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy seguro -contestó el Pinzón.
-Entonces, es evidente que no tiene usted sentimientos -dijo la Rata de Agua.
-Me temo que no ha comprendido usted la moraleja del cuento -observó el Pinzón.
-¿La qué? -gritó la Rata de Agua.
-La moraleja.
-¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja!
-Pues sí -dijo el Pinzón.
-¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes de empezar. Y así me habría ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el crítico: «¡Psss!» Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.
Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!», hizo un movimiento brusco con la cola y se metió en su agujero.
-¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? -preguntó la Pata, que llegó chapoteando unos minutos después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo sentimientos maternales y no puedo ver a un solterón sin que se me salten las lágrimas.
-Siiento mucho haberle molestado -contestó el Pinzón-. El hecho es que le conté un cuento con moraleja.
-Ah, pues eso es siempre muy peligroso -dijo la Pata.
Y yo estoy de acuerdo con ella.


“The Devoted Friend”,
The Happy Prince and Other Tales, 1888








jueves, 7 de mayo de 2020

Liliana Heker, La fiesta ajena


Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
 –No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
 –Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
 –Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
 –Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. –Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
 –Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
 –¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
 –Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
 –¿Y vos quién sos?
 –Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes  juntas? –dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros
. –Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
 –Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
 –¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
 Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
 Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo".
 La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
 –¿Al chico? –gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
 –No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
 –¿Qué es timorato? –dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
 –Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
 –Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: "Espérenme un momentito".
 Ahí la madre pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
 –Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá.
Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

Roald Dahl, La señora Bixby y el abrigo del coronel



América es la tierra de la oportunidad para las mujeres, quienes, poseedoras ya de alrededor del ochenta y cinco por ciento de la riqueza del país, en breve se habrán hecho con su totalidad. El divorcio se ha convertido en una operación lucrativa, de sencillo arreglo y fácil olvido, que las hembras ambiciosas pueden repetir cuantas veces gusten negociando beneficios que alcanzan cifras astronómicas. La muerte del marido también aporta recompensas satisfactorias, y algunas señoras prefieren confiar en ese expediente: saben que la espera no será demasiado larga, pues el exceso de trabajo junto con la hipertensión no tardarán en llevarse al pobre diablo, llamado a expirar ante su escritorio con un frasco de benzedrinas en una mano y una caja de tranquilizantes en la otra.
Sucesivas generaciones de juveniles americanos no se desaniman lo más mínimo ante ese espantoso panorama de divorcio y defunción. Cuanto más aumenta el índice de divorcios, mayor se hace su ahínco. Los jóvenes se casan como ratones, apenas entran en la pubertad, y una buena proporción de ellos tiene en nómina un mínimo de dos ex esposas antes de cumplir los treinta y seis. Mantener a esas señoras conforme al tren de vida a que están acostumbradas les exige trabajar como esclavos, que es ni más ni menos lo que son. Hasta que, por último, según van alcanzando precozmente la edad madura, un sentimiento de desencanto y de temor empieza a infiltrárseles despacioso en el corazón, y así les da por reunirse, a última hora del día, en pequeñas y prietas tertulias, en clubes y bares, para despachar sus whiskies y tragar sus píldoras, y tratar de animarse unos a otros a base de anécdotas.
El tema fundamental de esas historias jamás varía. En ellas intervienen siempre tres personajes principales: el marido, la mujer y un canalla. El marido es un buen hombre, honrado y trabajador. La esposa es taimada, falsa y lasciva, e invariablemente tiene algún enredo con el canalla, cosa que el hombre es demasiado bueno para sospechar tan siquiera. Negras pintan las cosas para el marido. ¿Llegará el infeliz a enterarse alguna vez? ¿Está condenado a ser cornudo el resto de su vida? Sí: tal es su sino. Pero... ¡espera! De pronto, merced a una brillante maniobra, se desquita por entero de los agravios de su depravada esposa, que queda anonadada, estupefacta, humillada, hundida. El auditorio masculino congregado ante la barra sonríe mansamente para sus adentros y se consuela un poco con la fantasía.
Aunque circulan muchas historias de este tipo —anhelosas invenciones de un mundo de sueños, obra de la desventura masculina—, la mayoría de ellas son demasiado fatuas para ser repetidas, y también demasiado picantes para confiarlas al papel. Existe una, sin embargo, que parece superior a las demás, en particular por el mérito de ser auténtica. De extraordinaria popularidad entre maridos defraudados dos o tres veces y en busca de solaz, es posible que, de contarse usted entre aquéllos y no haberla oído previamente, encuentre gusto en su desenlace. La historia se llama «La señora Bixby y el abrigo del coronel» y su argumento es, más o menos, el siguiente:

El señor y la señora Bixby vivían en un apartamento más bien pequeño, en un lugar cualquiera de la parte céntrica de Nueva York. El señor Bixby era dentista y tenía unos ingresos normales. La señora Bixby era una mujerona vigorosa y a la que le gustaba la bebida. Una vez por mes, y siempre en viernes y por la tarde, la señora Bixby tomaba en Pennsylvania Station el tren de Baltimore, para visitar a su anciana tía. Pasaba con ella la noche y al día siguiente regresaba a Nueva York a tiempo de prepararle la cena a su marido. El señor Bixby aceptaba con benevolencia ese arreglo. Sabiendo que la tía Maude vivía en Baltimore y que su esposa le tenía un gran cariño a la anciana, a buen seguro no hubiera sido razonable negarles a ambas el placer de un encuentro mensual.
—Siempre y cuando —objetó en un principio— no esperes nunca que te acompañe.
—Pues claro que no, cariño —contestó la señora Bixby—. Después de todo, es mi tía, no la tuya.
Hasta ahí, todo bien.
La verdad, sin embargo, es que la anciana tía era para la señora Bixby poco más que una coartada conveniente. El sucio perro, encarnado por un caballero conocido como el coronel, acechaba artero en último término, y nuestra heroína pasaba con ese granuja la mayor parte de sus estancias en Baltimore. El coronel, que era riquísimo, vivía en una casa preciosa, en las afueras de la ciudad, sin esposa ni familia que le estorbase, sólo con unos pocos sirvientes, leales y discretos, y en ausencia de la señora Bixby se consolaba cabalgando en sus caballos y practicando la caza del zorro.
Ese placentero trato de la señora Bixby con el coronel se prolongaba año tras año y sin el menor tropiezo. Se veían con tan poca frecuencia —doce veces por año, si se detiene uno a pensarlo, no es gran cosa—, que corrían poco o ningún riesgo de cansarse uno del otro. Al contrario: la larga espera que separaba los encuentros no hacía sino acrecentar la devoción de sus corazones y trocar cada nueva cita en apasionante entrevista.
—¡Tally-ho! * —exclamaba el coronel cuantas veces iba a buscarla a la estación en el cochazo—. ¡Cariño, ya casi había olvidado lo arrebatadora que resultas! Aterricemos.
Pasaron ocho años.
Con las Navidades ya en puertas, la señora Bixby esperaba en la estación de Baltimore el tren que había de devolverla a Nueva York. La visita que acababa de concluir había resultado más agradable de lo habitual y se encontraba de buen humor. Claro está que últimamente la compañía del coronel no dejaba de operar ese efecto en ella. Tenía aquél la virtud de hacer que se sintiera una mujer de todo punto notable: una persona de virtudes sutiles y exóticas, y fascinante sobremanera; y... ¡cuan diferente resultaba aquello del marido dentista que la esperaba en casa, incapaz en todo momento de crearle otra sensación que la de ser una especie de eterna paciente, un ser que moraba en la sala de espera, silencioso entre las revistas, y en los últimos tiempos apenas llamado, cuando lo era, a sufrir las melindrosas atenciones de aquellas manos limpias y rosadas.
—El coronel me ha encargado que le entregase esto —dijo una voz a su lado.

Volvióse la señora Bixby y vio a Wilkins, el palafrenero del coronel, un enano marchito y de piel gris, aplicado a echarle en los brazos una caja de cartón, no muy alta pero sí grande.

—¡Válgame Dios! —exclamó ella, toda agitación—. ¡Cielo santo, qué enormidad de caja! ¿Qué es esto, Wilkins? ¿No le dio ningún recado? ¿No le encargó decirme nada?
—Nada —respondió el caballerizo antes de alejarse.

Así que estuvo en el tren, la señora Bixby se llevó la caja a la intimidad del tocador de señoras y corrió el pestillo. Un regalo navideño del coronel. ¡Qué excitante...! Se puso a deshacer el lazo.

—Seguro que es un vestido —dijo en voz alta—. O incluso dos. O un montón de preciosas prendas interiores. No miraré. Trataré de adivinar, al tacto, de qué se trata. Y también el color. Y qué aspecto tiene. Y cuánto ha costado.

Después de cerrar prietamente los ojos y levantar poco a poco la tapa, deslizó la mano al interior de la caja. Encima había papel de seda; sintió su tacto y su crujido. También había un sobre, o una especie de tarjetón, que pasó por alto para profundizar bajo el papel de seda, los dedos en delicada exploración, como zarcillos.
—Dios mío —exclamó de pronto—. ¡No puede ser verdad! Abrió del todo los ojos y se quedó mirando de hito en hito el abrigo. Luego, las manos como zarpas, lo sacó de la caja. La espesa piel rozó con una maravillosa sonoridad el papel de seda al desplegarse, y, cuando lo tuvo extendido ante sí en toda su longitud, su belleza la dejó sin resuello.
Jamás había visto visón como aquél. Porque era visón, ¿no? Sí, claro que lo era. ¡Y qué soberbio color! Era de un negro casi puro. A primera vista le pareció negro; pero luego, al acercarlo más a la ventanilla, advirtió que también tenía un punto de azul, un azul intenso y vivo, como el del cobalto. Examinó rápida la etiqueta. Decía, tan sólo, VISÓN SALVAJE DE LABRADOR. Nada más: ninguna indicación sobre dónde había sido comprado, ni nada. Pero esto, se dijo para sus adentros, era sin duda obra del coronel. El muy zorro se cuidaba muy, pero que muy bien, de borrar toda pista. Mejor así. Pero ¿qué demonios podía haber costado aquello? Apenas se atrevía a pensarlo. ¿Cuatro, cinco, seis mil dólares? Posiblemente, más.

No conseguía apartar los ojos del abrigo, y al mismo tiempo ardía en deseos de probárselo. Se quitó presurosa el que llevaba, rojo, corriente. Sin poder evitarlo, jadeaba un poco ahora, y tenía muy abiertos los ojos. Pero es que, bendito sea Dios, ¡el tacto de aquella piel...! ¡Y las mangas, anchas, enormes, con sus espesos puños vueltos! ¿Quién le había dicho que en los brazos empleaban siempre pieles de visones hembras, y, para el resto, no? ¿Quién se lo había dicho? Probablemente, Joan Rutfield; aunque no acertaba a imaginar cómo podía la pobre Joan saber de visones, nada menos.
El maravilloso abrigo negro parecía adaptársele por sí mismo al cuerpo, como una segunda piel. ¡Chiquilla...! ¡Qué sensación indescriptible! Se miró en el espejo. Era fantástico. Toda su personalidad había cambiado de golpe y por completo. Se la veía deslumbrante, esplendorosa, rica, brillante, voluptuosa, todo ello a un tiempo. ¡Y la sensación de poder que le confería! Vestida con aquel abrigo podría entrar donde quisiera y la gente se le alborotaría alrededor, como conejos. ¡No tenía palabras, simplemente, para tanta maravilla!
La señora Bixby tomó el sobre, que continuaba en la caja, lo abrió y extrajo la carta del coronel.
Como una vez te oí decir que te gustaba el visón, te he comprado éste. Me aseguran que es de calidad. Te ruego que lo aceptes, junto con mis mejores y más sinceros votos, como regalo de despedida. Por razones personales, no podré volverte a ver. Adiós y buena suerte.
¡Vaya!
¿Te imaginas?
Así, de sopetón y justo cuando se sentía tan dichosa.
Se acabó el coronel.
Qué terrible golpe.
Lo echaría en falta de mala manera.
La señora Bixby se puso a acariciar despacio la maravillosa piel del abrigo.
Pero no hay mal que por bien no venga.
Con una sonrisa dobló el papel, dispuesta a rasgarlo y arrojarlo por la ventanilla; pero ahí descubrió que había algo escrito en el reverso.

P. D. Bastará con que digas que es un regalo de Navidad de esa tía tuya, tan amable y generosa.

Los labios de la señora Bixby, en ese instante dilatados en amplia y suave sonrisa, se plegaron de golpe, como si fueran de goma.
—¡Pero ése está loco! —exclamó—. La tía Maude no tiene dinero para esto. De ninguna forma podría hacerme un regalo así.
Pero, si no era regalo de la tía Maude, ¿quién podía habérselo regalado?
¡Oh, Dios! Con toda la excitación de encontrarse el abrigo y probárselo, había pasado enteramente por alto ese detalle vital.
Dentro de un par de horas estaría en Nueva York y, diez minutos más tarde, en casa, donde la estaría esperando su marido para saludarla, e incluso un hombre como Cyril, inmerso en un mundo flemoso y oscuro, de canales radiculares, bicúspides y caries, no podría menos de hacer ciertas preguntas si su esposa se le presentaba de pronto, de regreso de un viaje de fin de semana, vestida así, con un abrigo de visón de seis mil dólares.
¿Sabes qué pienso?, se dijo. Pienso que ese condenado coronel ha hecho esto a posta, para torturarme. El sabía perfectamente que la tía Maude no tiene bastante dinero para comprarme esto. Y que yo no podría conservarlo.
Pero la idea de desprenderse ahora de la prenda era más de lo que la señora Bixby podía sufrir.
—¡Necesito tener este abrigo! —exclamó en voz alta—. ¡Necesito tenerlo! ¡Lo necesito!
Está bien, cariño. Tendrás el abrigo. Pero no pierdas la cabeza. Quédate quieta, conserva la calma y ponte a pensar. Tú eres una chica espabilada, ¿verdad? No es la primera vez que le engañas. Ya sabes que el pobre nunca vio mucho más allá de la punta de su sonda de dentista. De manera que quédate totalmente quieta y piensa. Tienes tiempo de sobra.
Dos horas y media más tarde la señora Bixby se apeaba del tren en Pennsylvania Station y se encaminaba a paso rápido hacía la salida. Vestía otra vez su viejo abrigo rojo y en los brazos llevaba la caja de cartón. Le hizo señas a un taxi.
—Dígame —interpeló al conductor—, ¿conoce usted, por aquí cerca, alguna casa de empeños que siga abierta?
El hombre sentado al volante alzó las cejas y la miró con aire divertido.
—Muchas, en la Sexta Avenida —contestó.
—Pues pare en la primera que vea, ¿quiere?
Y entró en el taxi y éste arrancó. Al poco, el coche se detenía ante una tienda sobre cuya puerta pendían tres bolas de latón.
—Espéreme, tenga la bondad —dijo la señora Bixby al taxista antes de apearse y entrar en el comercio.
Encima del mostrador, un gato enorme comía cabezas de pescado, acuclillado ante un platillo blanco. El animal volvió hacia la señora Bixby sus brillantes ojos amarillos y luego apartó la mirada y continuó comiendo. Ella se quedó junto al mostrador, lo más lejos posible del gato, y, a la espera de que acudiesen a atenderla, se dedicó a mirar los relojes, las hebillas para zapatos, los broches de esmalte, los viejos prismáticos, las gafas rotas, las dentaduras postizas. ¿Cómo podía empeñar la gente la dentadura?, se preguntó.
—¿Sí? —dijo el propietario, surgido de un lugar oscuro de la trastienda.
—Oh, buenas noches —repuso la señora Bixby.
Y, mientras ella comenzaba a deshacer el cordelillo que aseguraba la caja, el hombre se acercó al gato y se puso a acariciarle el lomo sin que el animal dejase de comer las cabezas.
—Por más bobo que le parezca —dijo la señora Bixby—, no se me ha ocurrido mejor cosa que perder el billetero, y, siendo sábado, con los bancos cerrados hasta el lunes, es preciso que consiga un poco de dinero para el fin de semana. Es un abrigo de mucho precio, pero no pretendo gran cosa: sólo lo suficiente para arreglarme hasta el lunes, que vendré a desempeñarlo.
El hombre esperó sin decir nada. Pero, cuando ella sacó el visón y dejó que la espesa y magnífica piel cayese sobre el mostrador, alzó las cejas, dejó el gato y se acercó a mirarlo. Levantándolo del mostrador lo sostuvo ante sí.
—Si llevara encima un reloj, o un anillo —continuó la señora Bixby—, sería eso lo que le dejaría. Pero se da el caso de que no tengo a mano más que este abrigo.
Y, para demostrárselo separó y le enseñó los dedos.
—Parece nuevo —dijo el hombre según acariciaba la suave piel.
—Oh, sí, lo es. Pero, como le digo, sólo quiero que me preste lo que necesito hasta el lunes. ¿Qué le parece cincuenta dólares?
—Le prestaré cincuenta dólares.
—Vale cien veces más, pero sé que usted lo cuidará bien hasta que vuelva.

El hombre se acercó a un cajón, sacó una papeleta y la puso sobre el mostrador. Parecía una de esas etiquetas que se atan a las asas de las maletas: igual tamaño y formato y la misma cartulina. Sólo que ésta aparecía perforada por el medio, a fin de poderla partir en dos mitades idénticas.
—¿Nombre?
—Déjelo en blanco. Y la dirección, también. Vio que el hombre se detenía, con la punta de la pluma revoloteando sobre la línea punteada, expectante.
—No es preciso anotar nombre y señas, ¿verdad? El hombre se encogió de hombros y sacudió la cabeza. La punta de la pluma se desplazó al siguiente renglón.
—Lo prefiero así, ¿sabe? —insistió la señora Bixby—. Cosas mías.
—En tal caso, será mejor que no pierda la papeleta.
—No lo haré.
—¿Se da cuenta de que cualquiera que se haga con ella puede retirar la prenda?
—Sí, ya lo sé.
—Exhibiendo, sin más, el número.
—Sí, lo sé.
—¿Qué especificación le ponemos?
—Tampoco la ponga, por favor. No es necesario. Señale, sólo, lo que tomo en préstamo.
De nuevo titubeó la pluma, su punta en danza sobre la línea de puntos que seguía a la palabra ARTICULO.
—Creo que habría de poner descripción. Siempre es útil, si quiere uno vender la papeleta. Quién sabe, podría interesarle su venta, en un momento dado.
—No quiero venderla.
—Podría verse en esa necesidad. Le ocurre a muchísima gente.
—Mire —dijo la señora Bixby—, no estoy en apuros económicos, si es eso lo que quiere decir. He perdido el bolso, eso es todo. ¿No lo entiende?
—Pues nada, como usted quiera —dijo el hombre—. Es su abrigo.
Un pensamiento turbador asaltó a la señora Bixby en ese instante.
—Una cosa —dijo—: no llevando descripción la papeleta, ¿quién me asegura a mí que me darán el abrigo, y no otra cosa, cuando vuelva?
—Lo registramos en los libros.
—Pero yo sólo me quedo con un número. O sea que, de hecho, usted podría entregarme lo que quisiera, cualquier pingo, ¿verdad?
—¿Le pongo descripción o no se la pongo? —preguntó el hombre.
—No, confío en usted.

En ambas partes de la papeleta, y junto a la palabra VALOR, el prestamista escribió «cincuenta dólares», hecho lo cual la partió en dos por la línea perforada, empujó sobre el mostrador la parte inferior, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta una cartera, extrajo cinco billetes de a diez dólares y dijo:
—El interés es del tres por ciento mensual.
—Sí, muy bien. Y gracias. Me lo cuidará, ¿verdad? El hombre asintió con la cabeza, pero nada dijo.
—¿Quiere que se lo vuelva a guardar en la caja?
—No —respondió.
La señora Bixby dio media vuelta y salió a la calle, donde la esperaba el taxi. Diez minutos más tarde, estaba en casa.
—¿Me has echado de menos, cariño? —le preguntó a su esposo al inclinarse para besarle.
Cyril Bixby dejó el periódico de la noche y consultó su reloj de pulsera.
—Son las seis y doce minutos y medio —dijo—. Llegas un poco tarde, ¿no?
—Ya lo sé. Son esos trenes espantosos. La tía Maude te envía su cariño, como siempre. Me muero por un trago, ¿tú no?

El marido dobló el diario, que, convertido en un esmerado rectángulo, colocó en el brazo del sillón. Seguidamente se puso en pie y se dirigió hacia el aparador. Su esposa, plantada entretanto en medio de la habitación, le miraba atenta, mientras se quitaba los guantes, preguntándose cuánto habría de esperar. El señor Bixby, de espaldas a ella, echaba ginebra en un medidor, la cabeza inclinada sobre el vaso cuyo interior escudriñaba como si fuese la boca de un paciente.
Era divertido lo pequeño que se le antojaba siempre, después de haber estado con el coronel, quien, enorme e hirsuto, de cerca exhalaba un tenue olor a rábanos picantes. Su marido, en cambio, era de corta estatura, huesudo, pulcro, y en verdad no olía a nada, excepto a las pastillas de menta que chupaba a fin de que su aliento resultase grato a los pacientes.
—Mira lo que he comprado para medir el vermut —dijo al tiempo que alzaba una probeta—.Con esto puedo afinar al miligramo.
—Cariño, ¡qué ingenioso!

Es preciso que intente hacerle cambiar de forma de vestir, se dijo la señora Bixby. Esos trajes son de una ridiculez indecible. En un tiempo, aquellas levitas suyas, de largas solapas y con seis botones en la delantera, le habían parecido soberbias; pero ahora le resultaban sencillamente absurdas. Lo mismo cabía decir de los pantalones, de perneras estranguladas. Para llevar ropa como aquélla había que tener una cara especial, que Cyril no tenía. La suya era larga, angulosa, de nariz afilada y mandíbula un punto saliente; puesta encima de uno de aquellos trajes anticuados y ceñidos, parecía una caricatura de Sam Weller, aunque él debía de pensar que parecía Beau Brummel. Lo cierto era que en el consultorio recibía a sus pacientes femeninos con la bata blanca desabrochada, de modo que pudieran entrever las galas que llevaba debajo, ello, a todas luces, en un rebuscado intento de dar cierta impresión de granuja. Pero la señora Bixby estaba al cabo del asunto: sabía que el plumaje era una baladronada, no significaba nada; a ella le hacía pensar en un pavo real que, ya caduco, se contonea medio desplumado en mitad del césped. O en una de esas flores bobas que se autofertilizan, como la diente de león, que no necesita ser fertilizada para implantar su semilla, con lo cual todos sus deslumbradores pétalos amarillos no son sino una pérdida de tiempo, un alarde, un disfraz.
¿Qué nombre le daban los biólogos? Subsexual. La diente de león es subsexual. Como, por lo demás, las larvas estivales de la pulga de agua. Todo esto suena un poco a Lewis Carroll, pensó: pulgas de agua, dientes de león y dentistas.
—Gracias, cielo —dijo al coger el martini y acomodarse en el sofá, el bolso en el regazo—. Y tú, ¿qué hiciste anoche?
—Me quedé en el consultorio terminando unos puentes. Y también puse las cuentas al día.
—En serio, Cyril, creo que ya va siendo hora de que delegues en otros el trabajo pesado. Tú eres demasiado importante para cuidar de esas cosas. ¿Por qué no confías los puentes al mecánico?
—Prefiero hacerlos personalmente. Me enorgullezco mucho de mis puentes.
—Lo sé, cariño; y también que son una auténtica maravilla: los mejores puentes del mundo. Pero es que no quiero que te agotes. Y las cuentas ¿por qué no las despacha esa mujer, la Pulteney? ¿No forma eso parte de su trabajo?
—Sí, las hace ella. Pero los precios tengo que ponérselos yo. Ella no sabe quién es rico y quién no lo es.
—Este martini está perfecto —observó la señora Bixby al depositar el vaso en la mesita auxiliar—. Perfecto de veras. —Y, abriendo el bolso, sacó un pañuelo, como para sonarse—. ¡Oh, mira! —dijo al ver la papeleta—. He olvidado enseñarte lo que encontré en el asiento del taxi que me trajo. Como lleva un número, y pensando que pudiera ser un billete de lotería o algo así, me lo guardé.
Y tendió la pequeña cartulina a su marido, quien, cogiéndola entre los dedos, empezó a examinarla con minucia y desde todos los ángulos, como si fuese un diente sospechoso.
—¿Sabes qué es esto? —dijo pausado.
—No, cariño, no lo sé.
—Una papeleta de empeño.
—¿Una qué?
—Un recibo de un prestamista. Aquí están las señas..., una tienda de la Sexta Avenida.
—Oh, cielo, qué desencanto. Y yo que creí que a lo mejor era un boleto de la lotería.
—Desencanto ¿por qué? —repuso Cyril Bixby—. La verdad es que podría resultar bastante divertido.
—¿En qué sentido, cariño?

El señor Bixby se puso a explicarle con detalle el funcionamiento de las casas de empeño haciendo hincapié en el hecho de que quienquiera que ostentase una papeleta tenía derecho a reclamar lo empeñado.
Después de aguardar pacientemente a que concluyera la conferencia, la señora Bixby le preguntó:
—¿Y tú crees que vale la pena reclamarlo?
—Creo que vale la pena averiguar de qué se trata. ¿Ves esta anotación, de cincuenta dólares? ¿Sabes qué significa?
—No, mi vida, ¿qué significa?
—Significa que el artículo en cuestión es, casi con total seguridad, un objeto de valor.
—¿Quieres decir que valdrá los cincuenta dólares?
—Es más probable que valga quinientos.
—¡Quinientos!
—¿Es que no lo entiendes? Un prestamista nunca da más allá de la décima parte del valor real.
—¡Válgame Dios! No tenía ni idea.
—Hay muchas cosas de las que tú no tienes ni idea, cariño. Escúchame bien. Visto que no se indica ni el nombre ni las señas del propietario...
—Pero por fuerza tiene que haber algo que diga a quién pertenece.
—Nada en absoluto. Es un procedimiento normal. Mucha gente no quiere que se sepa que han acudido a un prestamista. Les da vergüenza.
—Entonces ¿crees que podemos quedarnos la papeleta?
—Claro que sí. Ahora es nuestra.
—Querrás decir mía —replicó la señora Bixby con firmeza—. Fui yo quien la encontró.
—¿Qué más da eso, chiquilla? Lo importante es que esto nos faculta para desempeñarlo cuando queramos, por sólo cincuenta dólares. ¿Qué me dices?
—¡Oh, qué divertido! —exclamó ella—. Me parece tremendamente emocionante, sobre todo no sabiendo de qué se puede tratar. Y podría ser cualquier cosa, ¿verdad, Cyril? ¡Lo más impensable!
—Desde luego, aunque será, casi sin duda, o bien un anillo, o bien un reloj.
—Pero ¿no sería maravilloso si se tratase de un auténtico tesoro? Quiero decir, una verdadera antigüedad, como un portentoso jarrón antiguo, o una estatua romana.
—Imposible saber de qué se trata, cariño. No nos queda más remedio que esperar y enterarnos.
—¡Me parece de todo punto fascinante! Dame la papeleta, que el lunes iré corriendo, a primera hora, a averiguar.
—Será mejor, creo, que lo haga yo.
—¡Oh, no! —exclamó ella—. ¡Déjame a mí!
—No lo veo oportuno. Lo recogeré yo, camino del trabajo.
—¡Pero la papeleta es mía! Déjame a mí, Cyril, por favor. ¿Por qué acaparar tú la diversión?
—No conoces a esos prestamistas, pequeña. Te expones a que te estafen.
—No me dejaré estafar, de veras que no. Dámela, por favor.
—Además, hay que disponer de cincuenta dólares —agregó sonriente—. Para que te lo entreguen, hay que darles cincuenta dólares en metálico.
—Creo que los tengo.
—Si no te importa, preferiría que esto no lo trataras tú.
—Pero, Cyril, la papeleta la encontré yo. Es mía. Lo que avale, sea lo que fuere, me pertenece, ¿no es así?
—Claro que te pertenece, cariño. No hace falta que te sulfures de esa forma.
—Si no me sulfuro. Es, simplemente, la agitación.
—Supongo que no se te ha ocurrido que podría tratarse de algo por completo masculino: un reloj de bolsillo, por ejemplo, o una botonadura. Las casas de empeño no las visitan sólo mujeres, ¿sabes?
—En tal caso, será mi regalo de Navidad —dijo la señora Bixby magnánima—. Me encantará. Pero, si resulta un artículo femenino, lo quiero para mí. ¿Estamos de acuerdo?
—Me parece muy justo. ¿Por qué no me acompañas cuando pase a recogerlo?
La señora Bixby estuvo a punto de avenirse a eso, pero se contuvo a tiempo. No tenía el menor deseo de que el prestamista la saludase delante de su marido como a una antigua parroquiana.
—No —respondió pausada—, no creo que lo haga. Es que, verás, la cosa resulta aún más emocionante si me quedo a esperar. Oh, confío que no será algo que no nos interese a ninguno de los dos.
—Que también es posible —replicó él—. Si me parece que no vale los cincuenta dólares, no lo retiro.
—Pero tú me dijiste que valdría quinientos.
—Y estoy seguro de ello. No te preocupes.
—¡Oh, Cyril, me muero de impaciencia! ¿No es apasionante?
—Es divertido —repuso él conforme deslizaba la papeleta en el bolsillo de su chaleco—, de eso no hay duda.
Llegó por fin la mañana del lunes y, concluido el desayuno, la señora Bixby acompañó a su marido a la puerta y le ayudó a ponerse el abrigo.
—No trabajes demasiado, cielo —le dijo.
—No, descuida.
—¿De vuelta a las seis?
—Eso espero.
—¿Tendrás tiempo de ir donde ese prestamista? —indagó ella.
—Dios mío, lo había olvidado por completo. Tomaré un taxi e iré ahora. Me coge de camino.
—No habrás perdido la papeleta, ¿verdad?
—Espero que no —dijo el esposo al tiempo que se palpaba el bolsillo del chaleco—. No: aquí está.
—¿Y llevas dinero suficiente?
—Más o menos.
—Cariño —dijo ella según se le acercaba para enderezarle la corbata, que estaba perfectamente derecha—, si por casualidad fuese algo bonito, algo que en tu opinión pudiera gustarme, ¿me telefonearás así que llegues al consultorio?
—Si insistes...
—¿Sabes?, no dejo de confiar en que sea algo para ti, Cyril. Lo preferiría, con mucho, a que la afortunada fuera yo.
—Eres muy generosa, cariño. Y ahora debo apresurarme.

Cosa de una hora más tarde, cuando sonó el teléfono, la señora Bixby cruzó con tal precipitación la sala, que antes de concluir el primer timbrazo ya había descolgado el auricular.

—¡Lo tengo! —exclamó su marido.
—¡De veras! Oh, Cyril, ¿qué es? ¿Algo bueno?
—¿Bueno? —gritó él—. ¡Es fantástico! ¡Espera a vértelo delante! ¡Te vas a desmayar!
—Cariño, ¿de qué se trata? ¡Dímelo ya!
—Desde luego, eres una chica con suerte.
—¿O sea que es para mí?
—Por supuesto que lo es. Aunque ni que me aspen comprenderé cómo demonios pudieron empeñar eso por cincuenta dólares. Alguien que está mal de la cabeza.
—¡Cyril, basta, me tienes sobre ascuas! ¡No lo soporto!
—Cuando lo veas, enloquecerás.
—¿Qué es?
—Intenta adivinarlo.
La señora Bixby hizo una pausa. Cuidado, dijo para sí. Mucho cuidado ahora.
—Un collar —tanteó.
—Frío.
—Un anillo de brillantes.
—Ni siquiera templado. Te daré una pista. Es algo que te puedes poner.
—¿Algo que me puedo poner? ¿Algo como un sombrero, quieres decir?
—No, no es un sombrero —respondió él riendo.
—¡Por amor del cielo, Cyril! ¿Por .qué no me lo dices?
—Porque quiero que sea una sorpresa. Te lo llevaré esta noche, cuando regrese.
—¡Ni hablar de eso! —gritó ella—. ¡Ahora mismo salgo hacia ahí a buscarlo!
—Preferiría que no lo hicieras.
—No seas tan tonto, tesoro. ¿Por qué no puedo ir?
—Porque estoy demasiado ocupado. Echarás a rodar todo mi programa de la mañana. Ya llevo media hora de retraso.
—Entonces pasaré a la hora del almuerzo. ¿De acuerdo?
—No voy a almorzar. Oh, está bien: pásate a la una y media, mientras tomo un emparedado. Adiós.

A la una y media en punto, la señora Bixby llegaba al lugar de trabajo del señor Bixby y llamaba al timbre. Le abrió su propio esposo, vestido con su blanca bata de dentista.

—¡Oh, Cyril, estoy tan excitada!
—Y no es para menos. ¿Sabes que eres una chica con suerte? Y la condujo pasillo adelante hacia el gabinete.
—Vaya usted a almorzar, señorita Pulteney —dijo a su ayudante, ocupada en colocar instrumental en el esterilizador—. Puede terminar eso cuando regrese. —Y, tras esperar a que la joven se hubiera retirado, cruzó hacia el armario donde solía guardar la ropa, se detuvo frente a él, lo señaló con un dedo y dijo—: Está ahí. Y ahora... cierra los ojos.
La 'señora Bixby obedeció. Hizo una profunda inspiración, la contuvo y en el silencio que siguió a eso oyó el ruido de la puerta que su marido abría y, .luego, el suave susurro que produjo al extraer una prenda que rozó con las demás cosas allí colgadas.
—¡Listo! ¡Ya puedes mirar!
—No me atrevo —dijo ella riendo.
—Vamos. Un atisbo.

Remisa, comenzando a reír entre dientes, alzó un párpado, pero sólo una fracción de centímetro, justo lo suficiente para captar la borrosa imagen del hombre de la bata blanca que, en pie en el mismo lugar, sostenía algo en alto.

—¡Visón! —exclamó su marido—. ¡Auténtico visón!

Al conjuro de la mágica palabra, abrió de golpe los ojos, al tiempo que se abalanzaba en aquella dirección, para estrechar el abrigo entre los brazos.
Pero no había abrigo ninguno. Había, sólo, un pequeño ridículo cuello de piel colgado, balanceándose, en la mano de su marido.

—¡Regálate la mirada! —añadió él agitándole aquello delante de la cara.
La señora Bixby se llevó una mano a la boca y comenzó a retroceder. Voy a ponerme a gritar, dijo para sí. Sé que voy a ponerme a gritar.
—¿Qué te ocurre, cariño? ¿Acaso no te gusta? Dejó de agitar la piel y se quedó mirando de hito en hito a su esposa, a la espera de que dijese algo.
—Pues claro... —balbuceó ella—. Creo... me parece... preciosa de verdad.
—¿A qué te ha dejado sin respiración por un momento?
—Sí, así es.
—Magnífica calidad —comentó él—. Y muy bonito color. ¿Sabes qué pienso, cariño? Que, si la hubieras de comprar en una tienda, una pieza como ésta te costaría doscientos o trescientos dólares, como mínimo.
—No lo dudo.

Lo que tenía delante eran las pieles, sarnosas se hubiera dicho, de dos visones con cabeza y todo, con cuentas de vidrio en el lugar de los ojos, y garras pequeñitas y colgantes. Uno tenía en la boca el trasero del otro, que se lo mordía.
—Anda —continuó él—, pruébatelo. —Y, adelantándose, le puso aquello formando ropaje alrededor del cuello y retrocedió un paso, para admirar el efecto—. Es perfecto. Te sienta de maravilla. No todas las mujeres tienen pieles de visón, cariño.
—Desde luego.
—Mejor que no te lo pongas para ir a comprar, o van a pensar que somos millonarios y empezarán a cobrarnos el doble en todo.
—Intentaré tenerlo presente, Cyril.
—Lo siento, pero no cuentes con ninguna otra cosa para Navidad. Ya supondrás que cincuenta dólares es más de- lo que tenía pensado gastar.
Dándole la espalda se dirigió a la pila y se puso a lavarse las manos.
—Y ahora, andando, cariño, a hacer un buen almuerzo. Me hubiera gustado acompañarte, pero tengo en la salita al viejo Gorman esperando, se le ha roto un gancho de la dentadura.
La señora Bixby se encaminó hacia la puerta.

Mataré a ese prestamista, decía para sus adentros. Saliendo de aquí me voy derecho a la tienda, le echaré esta porquería de cuello en mitad de la cara y, como se niegue a devolverme el abrigo, le mato.
—¿Te he dicho que regresaría tarde esta noche? —le preguntó Cyril Bixby, que seguía lavándose las manos.
—No.
—Según pintan las cosas en este momento, no será antes de las ocho y media. O incluso las nueve.
—Sí, está bien. Adiós.

La señora Bixby salió dando un portazo.

En ese preciso momento, la señorita Pulteney, la secretaria-ayudante, pasó como flotando a su lado, corredor adelante, apresurada por el almuerzo.
—Un día soberbio, ¿verdad? —comentó con una sonrisa deslumbradora la joven al darle alcance.
Caminaba con cadencia, envuelta en un suave hálito de perfume, y parecía, ni más ni menos, una reina. Una reina vestida con el precioso abrigo de visón negro que el coronel había regalado a la señora Bixby.

* Grito del cazador cuando avista la zorra. (N. del T.)

Dahl, Roald, “La señora Bixby y el abrigo del coronel”, en Relatos de lo inesperado, 1979.