Otra cosa que me
pasaba de chico es que perdía todos los útiles de la cartuchera, y a veces la
cartuchera también. Mis padres debían comprarme cada día un nuevo lápiz, una
nueva goma o un nuevo compás (¿todavía siguen usando compás y transportador en
la escuela?), y una cartuchera por semana. Yo creo que existen ciertas
personas cuya atención sólo puede ser atrapada por algunos hechos muy
llamativos, y no les queda atención para ninguna otra cosa. Es el día de hoy
que sigo perdiéndolo todo: los lentes de sol, el control remoto del televisor,
una ojota, los papeles donde anoto las direcciones en los viajes. Por eso, me
paso buena parte de la vida buscando. Es curioso, porque por un lado debo
buscar objetos -llaves, la agenda, una tarjeta-, pero también busco historias
para contar, busco sabiduría en las historias de otros escritores, y busco la
verdad. ¿Qué es la verdad? Bueno, cómo debe vivir uno para sentirse completo,
qué es el bien y qué es el mal, qué es el alma… En fin. Del mismo modo que no
busco una sola cosa material: buscando el control remoto encuentro las llaves,
buscando la agenda encuentro la lapicera, etcétera; tampoco busco una sola cosa
cuando busco las demás: en busca de una historia puedo encontrar un consejo, o
en la persona más inesperada puedo encontrar una buena historia. La actitud del
buscador siempre debe ser un poco distraída: no sea cosa que por buscar con
demasiada atención una sola cosa se pierdan muchas otras.
No sé si mis
reflexiones les están resultando lo suficientemente claras; de modo que, por
las dudas, como siempre, contaré una historia. No necesariamente porque mi
historia vaya a dejar del todo claro el asunto de los buscadores, sino porque,
si no queda del todo claro, al menos habrán disfrutado de un cuento.
Cierta mañana de
enero me hallaba caminando con mi padre por las playas de Miramar. Yo debía
tener doce años. Como mi piel nunca se ha llevado bien con el sol, acostumbraba
pasear por la playa a horas muy tempranas. Siete y media u ocho de la mañana,
para poder disfrutar del mar y el cielo a pleno sin convertirme en un piel
roja. El mar en las primeras horas del día es un espectáculo distinto: las
aguas son plateadas, y la espuma es más blanca. El cielo es de un celeste
discreto, como si estuviera apareciendo por primera vez. La brisa marina es
fría, pero es un frío hospitalario. Mi padre caminaba silencioso, con las manos
entrecruzadas tras la cintura; y yo zigzagueaba entre los restos de las olas y
la arena húmeda. De pronto, mi padre se detuvo y vi que su mirada se clavaba en
un punto de la arena húmeda. Inclinó apenas la espalda y recogió algo del
suelo. Me lo mostró.
Era una piedra
negra. Una piedra ovalada como un camafeo, reluciente y lisa. Era tan negra que
parecía la matriz del color negro, el modelo del que se había partido para
luego ir distribuyendo los matices del negro por el resto de los objetos.
Mi padre me
mostró la piedra.
–
Tal vez no haya ninguna piedra como ésta en todo el mundo -dijo-. Está aquí
tirada, y a nadie le interesa. Pero tal vez sea la piedra más negra del mundo,
y tal vez no haya ninguna otra piedra igual. En ese caso, valdría más que el
oro.
Yo extendí la
mano para que depositara allí la piedra negra; pero mi padre, con una agilidad
que pocas veces le he visto, llevó su brazo y su mano hacia atrás y lanzó la
piedra más allá de las olas, al centro del mar.
Desde entonces,
busco la piedra negra. Cuando buscaba los útiles, cuando busco el control
remoto, cuando busco una buena historia o cuando busco la verdad, busco la
piedra negra. ¿Y qué significa la piedra negra? Lo sabré si alguna vez la
encuentro.
Marcelo Birmajer, “La
piedra negra”, en El compañero desconocido, Editorial
Alfaguara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario