El señor Marco poseía una capacidad
que para mí es un talento: sabía hacer negocios. A menudo he oído repetir la
frase, creo que de Balzac, según la cual detrás de una gran fortuna se esconde
un gran crimen. Pero me parece más una declaración de resentimiento que de
agudeza. En las democracias liberales, detrás de grandes fortunas puede haber
exclusivamente ingenio, trabajo o azar. Aunque mi única sabiduría respecto de
los negocios es reconocer mi ignorancia para ejecutarlos, la envidia no me
obliga a hablar mal de quienes han resultado exitosos en esas lides. Marco
pertenecía a ese selecto equipo. Lo había visto muchas veces durante mi breve
estadía en el barrio de Almagro, pero nos conocimos cuando le llevé mi última
máquina de escribir, el mismo día en que pasaba a retirar (por otro local) mi
primera computadora, con la idea de recuperar la máquina más adelante. Se tomó
su tiempo para observar la máquina, y me preguntó a qué me dedicaba. Confesé
que escribía para una revista. El señor Marco llevó la máquina para el interior
de su depósito, detrás de una reja como de jaula de monos. Al fondo, se
apilaban jarrones, ventiladores, televisores, joyas, libros, percheros.
Parecían cosas que se hubieran contagiado unas otras el olvido. Miré a mi máquina
como si fuera la mascota que yo nunca había tenido: ¿estaría bien allí, alguien
la usaría, extrañaría el ritmo de mis manos, el calor de mi taza cachada de
café instantáneo?
El
señor Marco me extendió el dinero y, mientras yo lo contaba, agregó:
—También
le puedo contar una historia, si quiere.
Guardé
el dinero en el bolsillo y asentí.
—Yo pago según la historia de cada
cosa. Ojo, no es que me la cuenten, como te la voy a contar yo ahora. Pero
según la cara del individuo, sé cuánto valor tiene el objeto que me trae. Por
cuánto es capaz de desprenderse y quién realmente no se animará a venderlo. Lo
mismo a la hora de vender: está el obsesivo que es capaz de darlo todo por una
caja vacía de habanos, y otro que la tiraría la basura. El precio del oro está
predeterminado. Mi trabajo es leer en los ojos del cliente cuánto vale lo que
quiere, y cuánto quiere por lo que ya no necesita. Nunca fui coleccionista, ni
sentí especial interés por conservar objetos. Mi negocio es que los objetos
vayan y vengan. Pero en la escuela primaria llegué a formar una flota de media
docena de autitos. No te voy a decir que me interesaran en particular;
simplemente los valoraba como un entretenimiento. Los hubiera vendido a buen
precio, llegado el caso. Pero me los quitó una maestra. Mintió que había estado
jugando con los autitos en el aula, durante la clase. Protesté y no me prestó
atención. Mi madre fue a hablar con la directora, pero respetaron la versión de
la maestra. La maestra debía ajustarse a su versión, porque ahora ya no le iba
sólo la flotilla de autitos, sino el puesto. Se quedó con los autitos y a mí me
cambiaron de colegio al año siguiente. Hará cosa de un año, un sujeto de mi
edad vino a ofrecerme la flotilla de autitos.
Respingué en el lugar y pensé con
melancolía que esa historia era para contarla con mi máquina de escribir.
— ¿Cómo supo que eran los mismos?
—pregunté estúpidamente.
—Sólo olvidamos lo que abandonamos.
Nunca lo que nos arrebatan —respondió Marco. Y continuó—: Le pregunté cuánto
quería; me dijo una cifra que, para esos autitos, era elevada. Evidentemente,
por una casualidad, la maestra me había ubicado, y mandaba un mensajero,
suponiendo lo que para mí valía esa flotilla. Le advertí que yo no compraba
cosas robadas. El muchacho trató de fingir que no sabía de qué le hablaba. Pero
lo desafié: «¿Sos el nieto?». «El sobrino», admitió.
—Pudo haber recibido los autitos y no
pagarle nada a cambio —comenté.
—Por supuesto —aceptó Marco—. Lo
pensé. Pero… ¿para qué quería ahora los autitos? Yo los quería entonces, para
jugar en los recreos. Y, aunque no concebía otra venganza más que dar por
terminado el asunto, no pude evitar pensar que yo hubiera sido el único
comprador capaz de pagarle algo por esos seis autitos usados. Se notaba la
desesperación en la cara del muchacho. Cuánto necesitaban ese par de billetes.
Los autitos ya no le servían para nada. Ni a ella ni a su sobrino. Del robo,
sólo les había quedado el robo.
—Es una manera demasiado optimista de verlo
—reflexioné.
—Una moraleja fuera de lugar puede
sonar pretenciosa —replicó Marco—. Pero evitarla cuando cuaja, también.
Birmajer, Marcelo, Se
me hace cuento, recopilación de 50 cuentos de la columna «Se me hace
cuento» que Marcelo Birmajer publica en el diario Clarín todos los sábados,
2014.
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