jueves, 7 de mayo de 2020

Marcelo Birmajer, Casa de empeño



El señor Marco poseía una capacidad que para mí es un talento: sabía hacer negocios. A menudo he oído repetir la frase, creo que de Balzac, según la cual detrás de una gran fortuna se esconde un gran crimen. Pero me parece más una declaración de resentimiento que de agudeza. En las democracias liberales, detrás de grandes fortunas puede haber exclusivamente ingenio, trabajo o azar. Aunque mi única sabiduría respecto de los negocios es reconocer mi ignorancia para ejecutarlos, la envidia no me obliga a hablar mal de quienes han resultado exitosos en esas lides. Marco pertenecía a ese selecto equipo. Lo había visto muchas veces durante mi breve estadía en el barrio de Almagro, pero nos conocimos cuando le llevé mi última máquina de escribir, el mismo día en que pasaba a retirar (por otro local) mi primera computadora, con la idea de recuperar la máquina más adelante. Se tomó su tiempo para observar la máquina, y me preguntó a qué me dedicaba. Confesé que escribía para una revista. El señor Marco llevó la máquina para el interior de su depósito, detrás de una reja como de jaula de monos. Al fondo, se apilaban jarrones, ventiladores, televisores, joyas, libros, percheros. Parecían cosas que se hubieran contagiado unas otras el olvido. Miré a mi máquina como si fuera la mascota que yo nunca había tenido: ¿estaría bien allí, alguien la usaría, extrañaría el ritmo de mis manos, el calor de mi taza cachada de café instantáneo?
El señor Marco me extendió el dinero y, mientras yo lo contaba, agregó:

—También le puedo contar una historia, si quiere.

Guardé el dinero en el bolsillo y asentí.

—Yo pago según la historia de cada cosa. Ojo, no es que me la cuenten, como te la voy a contar yo ahora. Pero según la cara del individuo, sé cuánto valor tiene el objeto que me trae. Por cuánto es capaz de desprenderse y quién realmente no se animará a venderlo. Lo mismo a la hora de vender: está el obsesivo que es capaz de darlo todo por una caja vacía de habanos, y otro que la tiraría la basura. El precio del oro está predeterminado. Mi trabajo es leer en los ojos del cliente cuánto vale lo que quiere, y cuánto quiere por lo que ya no necesita. Nunca fui coleccionista, ni sentí especial interés por conservar objetos. Mi negocio es que los objetos vayan y vengan. Pero en la escuela primaria llegué a formar una flota de media docena de autitos. No te voy a decir que me interesaran en particular; simplemente los valoraba como un entretenimiento. Los hubiera vendido a buen precio, llegado el caso. Pero me los quitó una maestra. Mintió que había estado jugando con los autitos en el aula, durante la clase. Protesté y no me prestó atención. Mi madre fue a hablar con la directora, pero respetaron la versión de la maestra. La maestra debía ajustarse a su versión, porque ahora ya no le iba sólo la flotilla de autitos, sino el puesto. Se quedó con los autitos y a mí me cambiaron de colegio al año siguiente. Hará cosa de un año, un sujeto de mi edad vino a ofrecerme la flotilla de autitos.
Respingué en el lugar y pensé con melancolía que esa historia era para contarla con mi máquina de escribir.
— ¿Cómo supo que eran los mismos? —pregunté estúpidamente.
—Sólo olvidamos lo que abandonamos. Nunca lo que nos arrebatan —respondió Marco. Y continuó—: Le pregunté cuánto quería; me dijo una cifra que, para esos autitos, era elevada. Evidentemente, por una casualidad, la maestra me había ubicado, y mandaba un mensajero, suponiendo lo que para mí valía esa flotilla. Le advertí que yo no compraba cosas robadas. El muchacho trató de fingir que no sabía de qué le hablaba. Pero lo desafié: «¿Sos el nieto?». «El sobrino», admitió.
—Pudo haber recibido los autitos y no pagarle nada a cambio —comenté.
—Por supuesto —aceptó Marco—. Lo pensé. Pero… ¿para qué quería ahora los autitos? Yo los quería entonces, para jugar en los recreos. Y, aunque no concebía otra venganza más que dar por terminado el asunto, no pude evitar pensar que yo hubiera sido el único comprador capaz de pagarle algo por esos seis autitos usados. Se notaba la desesperación en la cara del muchacho. Cuánto necesitaban ese par de billetes. Los autitos ya no le servían para nada. Ni a ella ni a su sobrino. Del robo, sólo les había quedado el robo.
 —Es una manera demasiado optimista de verlo —reflexioné.
—Una moraleja fuera de lugar puede sonar pretenciosa —replicó Marco—. Pero evitarla cuando cuaja, también.

Birmajer, Marcelo, Se me hace cuento, recopilación de 50 cuentos de la columna «Se me hace cuento» que Marcelo Birmajer publica en el diario Clarín todos los sábados, 2014.


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