jueves, 7 de mayo de 2020

Pablo De Santis, El enigma de París. Fragmento


Tobías Hatter, el detective de Núremberg, se adelantó y mostró un juguete. Era una pequeña pizarra de cartón, en la que dibujó, con ayuda de un palillo de madera, un garabato; como si se tratara de un truco de magia, desplazó la lámina de su marco, la volvió a su lugar original: el dibujo había desaparecido.
—El año pasado un fabricante de cuadernos y papeles de Núremberg lanzó al mercado estas pizarras. La llaman la pizarra de Aladino: como ven, uno puede escribir sin tinta y de inmediato todo se borra. El truco no está en el palillo, sino en la placa misma: es una lámina que se pone en contacto con otra lámina, más profunda, negra: en aquellos puntos en que las dos láminas se tocan, aparece un dibujo en la superficie. Ahora bien, si desarmamos este aparato (no se alarmen, cuesta unas pocas monedas) vemos la lámina de acetato negro. Todos los trazos desaparecen, pero los más profundos acaban por dejar una señal sobre esta página negra. Entre tantos dibujos borrados, algunos dejan su huella, y el conjunto de esas huellas forma un dibujo secreto. Así, señores, es la relación entre los enigmas y su revelación. En la superficie, no cesamos de acumular pruebas, pistas, palabras; ¿quién de nosotros no ha sentido el mayor desasosiego ante esa abrumadora cantidad de cosas intrascendentes que se nos vienen encima? En el teatro, el detective siempre dice: «Caramba, el asesino no ha dejado ninguna pista», pero en la vida real nunca nos pasa eso: nos enloquece la cantidad de pistas y el trabajo que estas exigen. Y somos nosotros, los esclavos del método y de la intuición, los que a veces llegamos a rasgar la superficie llena de trazos insignificantes, con la que se ganan sus sueldos los policías, para encontrar en el fondo, en la lámina negra, la verdad escondida. »
Aprendí los rudimentos de mi oficio en mi ciudad, Núremberg. En la ciudad »Aprendí los rudimentos de mi oficio en mi ciudad, Núremberg. En la ciudad vieja, hay una calle donde se concentra el mercado de libros antiguos. Uno de esos negocios lleva el nombre de Casa Rasmussen; yo tenía veintidós años cuando su propietario, Ernst Rasmussen, fue asesinado de un disparo. Su hijo había sido camarada mío en el ejército; habíamos estado en el mismo destacamento. Yo no había resuelto ningún caso, y preveía para mí un futuro militar, no filosófico, pero era muy aficionado a los acertijos —que inventaba y resolvía con facilidad— y tal vez por eso mi amigo me llamó para que lo ayudara a saber quién había matado a su padre.
»El viejo Rasmussen había muerto de un disparo en el pecho. El asesino lo había sorprendido entre la medianoche y la una de la madrugada, durante una tormenta. No era habitual que el librero se quedara de noche en el negocio, pero tampoco imposible: había avisado que se quedaría hasta tarde, para estudiar un lote de libros de religión comprados a la viuda de un pastor luterano. Herido de muerte, Rasmussen había asido con las dos manos un libro, como si quisiera llevarse lectura para el viaje. Le pregunté a Hans, su hijo, por este gesto, y me respondió:
—Mi padre comerciaba con todo tipo de libros viejos, pero los de niños eran sus favoritos. Le gustaba mucho esa edición de los cuentos de los hermanos Grimm. Es el segundo tomo de la edición de 1815. A pesar del crimen, me gusta pensar que mi padre quiso hacer ese gesto final de amor por los libros. »Al hijo no le gustaban los libros; había preferido siempre divertirse, y estaba claro que su destino iba a ser el de tantos aventureros que terminan malográndose detrás de una mujer, o de las mesas de juego de Baden-Baden. Son esas las naturalezas que reciben la noticia de la declaración de guerra con alegría, porque en esos clamores lejanos que se acercan creen encontrar la idea de un orden, de un destino, que son incapaces de construir con sus actos. Así que Hans poco sabía del negocio de su padre, y no podía indicarme si faltaba algún libro importante. Busqué indicios: no había nada fuera de lo usual, salvo las huellas de barro del asesino, y del mismo librero, y de la policía. Me senté en la silla y frente a la mesa donde habían matado al librero, y comencé a hojear el libro de los hermanos Grimm. »
Soy también aficionado a los libros para niños, y conocía bien la obra de los Grimm. Ahora vemos a los hermanos como inseparables, una especie de busto de Jano, pero en vida fueron bien distintos. Jacob era filólogo, tomaba los cuentos populares y buscaba trasmitirlos tal como los había oído, sin preocuparse por la falta de sentido de algunos episodios. Wilhelm, por el contrario, quería que las historias resultaran más redondas, que todo tuviera sentido. No le importaba tanto ser fiel a las voces anónimas como a la historia en sí. Y no cesó de hacer cambios, en las sucesivas ediciones, de tal manera de alejar más y más los cuentos de los susurros de donde habían nacido.
»Yo tenía el libro en la mano, y me sentía tentado por un lado a ser como Wilhelm, y dejar que la historia cerrara con el librero que, herido de muerte, e incapaz de llamar a nadie y de escribir una nota, se decide a declarar con un último gesto su amor por los libros. Pero por otro lado me sentía inclinado a seguir el ejemplo de Jacob, y ser fiel a lo que encontraba, a las huellas. Con este espíritu empecé a buscar entre las páginas del libro.
»Siempre los libros esconden cosas. Olvidamos entre sus páginas un billete de lotería, un recorte del periódico, una postal que acabamos de recibir. Pero también hay flores, hojas que nos llamaron la atención por su forma, o insectos atrapados en la trampa de un párrafo. El libro que tenía en mis manos tenía toda esta clase de cosas, y todas señalaban páginas distintas. Recuerden el ejemplo de la pizarra de Aladino: la superficie está llena de trazos, pero hay que descubrir los más profundos, los que están en el fondo, en la placa negra. »
Y pronto encontré ese trazo. Era una página marcada con un doblez. En otro libro, en otra situación, no me hubiera sorprendido, pero adivinaba que un librero como Rasmussen jamás hubiera doblado una página de una primera edición de los www.lectulandia.com - Página 64 hermanos Grimm. Así que leí con interés la página elegida, como si se tratara de un último mensaje dejado por el muerto.
»En la primera edición los hermanos Grimm incluyeron algunos cuentos-adivinanzas que después, en las ediciones sucesivas, desaparecieron, quizás porque no eran cuentos del todo. Este contaba la historia de tres mujeres convertidas en  flores por una bruja. Una de ellas, sin embargo, podía recuperar por la noche la forma humana para dormir en su casa, con su esposo. Una vez, ya cerca del amanecer, le dijo al marido: «Si vas al campo a ver las tres flores, y logras saber cuál soy yo y me arrancas, quedaré libre del hechizo». Al día siguiente el marido fue al campo, reconoció a su mujer y la salvó. ¿Cómo hizo, si entre las flores no había ninguna diferencia? El cuento dejaba un espacio en blanco, para que el lector tuviera tiempo de encontrar su propia respuesta. Y luego terminaba con una explicación: como la mujer pasaba la noche en su casa y no en el campo, el rocío no caía sobre ella, y así fue como su marido la reconoció.
»Y fue por este cuento que encontré al asesino. Entre los sospechosos, la policía había señalado a un tal Numau, que iba de pueblo en pueblo comprando por monedas libros raros, para vendérselos después a los bibliófilos de Berlín. Pero nadie había visto a Numau salir del hotel esa noche. Además la policía había buscado entre sus ropas, sin encontrar nada húmedo: si se había mojado alguna prenda, Numau se había deshecho de ella, y también del arma homicida.
»El comisario a cargo del caso me permitió que lo acompañara a visitar a Numau. No había nada húmedo: ni botas ni prendas. Pero cuando busqué entre sus libros, Numau se puso pálido: encontré una biblia, impresa en un monasterio de Subiaco por los discípulos de Gutenberg. Los bolsillos de Rasmussen no habían llegado a proteger el libro, que se había hinchado. Pronto confesó: Rasmussen no había querido venderle aquel ejemplar, para el que tenía un buen comprador: por eso decidió hacer una incursión nocturna a la librería. Rasmussen, que se había quedado hasta tarde en su negocio, lo descubrió: Numau, asustado, disparó.
 «¿Cómo ha llegado hasta mí?», me preguntó el asesino, antes de que se lo llevara la policía. «Por este libro», y le mostré el volumen de los hermanos Grimm. «Ahí me di cuenta que hay que aprender a distinguir lo seco de lo mojado», dije. Numau pasó veloz las páginas del libro y luego me lo devolvió. «De niño, era mi favorito. Si debo a un libro mi caída, mejor que haya sido ese».

De Santis, Pablo,  El enigma de París, fragmento de la novela, Segunda Parte, Capítulo 7, Buenos Aires, Ed. Planeta, 2007.

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