Tobías Hatter,
el detective de Núremberg, se adelantó y mostró un juguete. Era una pequeña
pizarra de cartón, en la que dibujó, con ayuda de un palillo de madera, un
garabato; como si se tratara de un truco de magia, desplazó la lámina de su
marco, la volvió a su lugar original: el dibujo había desaparecido.
—El año pasado
un fabricante de cuadernos y papeles de Núremberg lanzó al mercado estas
pizarras. La llaman la pizarra de Aladino: como ven, uno puede escribir sin
tinta y de inmediato todo se borra. El truco no está en el palillo, sino en la
placa misma: es una lámina que se pone en contacto con otra lámina, más
profunda, negra: en aquellos puntos en que las dos láminas se tocan, aparece un
dibujo en la superficie. Ahora bien, si desarmamos este aparato (no se alarmen,
cuesta unas pocas monedas) vemos la lámina de acetato negro. Todos los trazos
desaparecen, pero los más profundos acaban por dejar una señal sobre esta
página negra. Entre tantos dibujos borrados, algunos dejan su huella, y el
conjunto de esas huellas forma un dibujo secreto. Así, señores, es la relación
entre los enigmas y su revelación. En la superficie, no cesamos de acumular
pruebas, pistas, palabras; ¿quién de nosotros no ha sentido el mayor
desasosiego ante esa abrumadora cantidad de cosas intrascendentes que se nos
vienen encima? En el teatro, el detective siempre dice: «Caramba, el asesino no
ha dejado ninguna pista», pero en la vida real nunca nos pasa eso: nos
enloquece la cantidad de pistas y el trabajo que estas exigen. Y somos
nosotros, los esclavos del método y de la intuición, los que a veces llegamos a
rasgar la superficie llena de trazos insignificantes, con la que se ganan sus
sueldos los policías, para encontrar en el fondo, en la lámina negra, la verdad
escondida. »
Aprendí los
rudimentos de mi oficio en mi ciudad, Núremberg. En la ciudad »Aprendí los
rudimentos de mi oficio en mi ciudad, Núremberg. En la ciudad vieja, hay una
calle donde se concentra el mercado de libros antiguos. Uno de esos negocios
lleva el nombre de Casa Rasmussen; yo tenía veintidós años cuando su
propietario, Ernst Rasmussen, fue asesinado de un disparo. Su hijo había sido
camarada mío en el ejército; habíamos estado en el mismo destacamento. Yo no
había resuelto ningún caso, y preveía para mí un futuro militar, no filosófico,
pero era muy aficionado a los acertijos —que inventaba y resolvía con
facilidad— y tal vez por eso mi amigo me llamó para que lo ayudara a saber
quién había matado a su padre.
»El viejo
Rasmussen había muerto de un disparo en el pecho. El asesino lo había
sorprendido entre la medianoche y la una de la madrugada, durante una tormenta.
No era habitual que el librero se quedara de noche en el negocio, pero tampoco
imposible: había avisado que se quedaría hasta tarde, para estudiar un lote de libros
de religión comprados a la viuda de un pastor luterano. Herido de muerte,
Rasmussen había asido con las dos manos un libro, como si quisiera llevarse
lectura para el viaje. Le pregunté a Hans, su hijo, por este gesto, y me
respondió:
—Mi padre
comerciaba con todo tipo de libros viejos, pero los de niños eran sus
favoritos. Le gustaba mucho esa edición de los cuentos de los hermanos Grimm.
Es el segundo tomo de la edición de 1815. A pesar del crimen, me gusta pensar
que mi padre quiso hacer ese gesto final de amor por los libros. »Al hijo no le
gustaban los libros; había preferido siempre divertirse, y estaba claro que su
destino iba a ser el de tantos aventureros que terminan malográndose detrás de
una mujer, o de las mesas de juego de Baden-Baden. Son esas las naturalezas que
reciben la noticia de la declaración de guerra con alegría, porque en esos
clamores lejanos que se acercan creen encontrar la idea de un orden, de un
destino, que son incapaces de construir con sus actos. Así que Hans poco sabía
del negocio de su padre, y no podía indicarme si faltaba algún libro
importante. Busqué indicios: no había nada fuera de lo usual, salvo las huellas
de barro del asesino, y del mismo librero, y de la policía. Me senté en la
silla y frente a la mesa donde habían matado al librero, y comencé a hojear el
libro de los hermanos Grimm. »
Soy también
aficionado a los libros para niños, y conocía bien la obra de los Grimm. Ahora
vemos a los hermanos como inseparables, una especie de busto de Jano, pero en
vida fueron bien distintos. Jacob era filólogo, tomaba los cuentos populares y
buscaba trasmitirlos tal como los había oído, sin preocuparse por la falta de
sentido de algunos episodios. Wilhelm, por el contrario, quería que las
historias resultaran más redondas, que todo tuviera sentido. No le importaba
tanto ser fiel a las voces anónimas como a la historia en sí. Y no cesó de
hacer cambios, en las sucesivas ediciones, de tal manera de alejar más y más
los cuentos de los susurros de donde habían nacido.
»Yo tenía el
libro en la mano, y me sentía tentado por un lado a ser como Wilhelm, y dejar
que la historia cerrara con el librero que, herido de muerte, e incapaz de
llamar a nadie y de escribir una nota, se decide a declarar con un último gesto
su amor por los libros. Pero por otro lado me sentía inclinado a seguir el
ejemplo de Jacob, y ser fiel a lo que encontraba, a las huellas. Con este
espíritu empecé a buscar entre las páginas del libro.
»Siempre los
libros esconden cosas. Olvidamos entre sus páginas un billete de lotería, un
recorte del periódico, una postal que acabamos de recibir. Pero también hay
flores, hojas que nos llamaron la atención por su forma, o insectos atrapados
en la trampa de un párrafo. El libro que tenía en mis manos tenía toda esta
clase de cosas, y todas señalaban páginas distintas. Recuerden el ejemplo de la
pizarra de Aladino: la superficie está llena de trazos, pero hay que descubrir
los más profundos, los que están en el fondo, en la placa negra. »
Y pronto
encontré ese trazo. Era una página marcada con un doblez. En otro libro, en
otra situación, no me hubiera sorprendido, pero adivinaba que un librero como
Rasmussen jamás hubiera doblado una página de una primera edición de los
www.lectulandia.com - Página 64 hermanos Grimm. Así que leí con interés la
página elegida, como si se tratara de un último mensaje dejado por el muerto.
»En la primera
edición los hermanos Grimm incluyeron algunos cuentos-adivinanzas que después,
en las ediciones sucesivas, desaparecieron, quizás porque no eran cuentos del
todo. Este contaba la historia de tres mujeres convertidas en flores por una bruja. Una de ellas, sin
embargo, podía recuperar por la noche la forma humana para dormir en su casa,
con su esposo. Una vez, ya cerca del amanecer, le dijo al marido: «Si vas al
campo a ver las tres flores, y logras saber cuál soy yo y me arrancas, quedaré
libre del hechizo». Al día siguiente el marido fue al campo, reconoció a su
mujer y la salvó. ¿Cómo hizo, si entre las flores no había ninguna diferencia?
El cuento dejaba un espacio en blanco, para que el lector tuviera tiempo de
encontrar su propia respuesta. Y luego terminaba con una explicación: como la
mujer pasaba la noche en su casa y no en el campo, el rocío no caía sobre ella,
y así fue como su marido la reconoció.
»Y fue por
este cuento que encontré al asesino. Entre los sospechosos, la policía había
señalado a un tal Numau, que iba de pueblo en pueblo comprando por monedas
libros raros, para vendérselos después a los bibliófilos de Berlín. Pero nadie
había visto a Numau salir del hotel esa noche. Además la policía había buscado
entre sus ropas, sin encontrar nada húmedo: si se había mojado alguna prenda,
Numau se había deshecho de ella, y también del arma homicida.
»El comisario
a cargo del caso me permitió que lo acompañara a visitar a Numau. No había nada
húmedo: ni botas ni prendas. Pero cuando busqué entre sus libros, Numau se puso
pálido: encontré una biblia, impresa en un monasterio de Subiaco por los
discípulos de Gutenberg. Los bolsillos de Rasmussen no habían llegado a
proteger el libro, que se había hinchado. Pronto confesó: Rasmussen no había
querido venderle aquel ejemplar, para el que tenía un buen comprador: por eso
decidió hacer una incursión nocturna a la librería. Rasmussen, que se había quedado
hasta tarde en su negocio, lo descubrió: Numau, asustado, disparó.
«¿Cómo ha llegado hasta mí?», me preguntó el
asesino, antes de que se lo llevara la policía. «Por este libro», y le mostré
el volumen de los hermanos Grimm. «Ahí me di cuenta que hay que aprender a
distinguir lo seco de lo mojado», dije. Numau pasó veloz las páginas del libro
y luego me lo devolvió. «De niño, era mi favorito. Si debo a un libro mi caída,
mejor que haya sido ese».
De Santis, Pablo, El enigma de París, fragmento de la
novela, Segunda Parte, Capítulo 7, Buenos Aires, Ed. Planeta, 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario