Miré una vez más la foto: un rostro
juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una
belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.
- Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
- Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
Asentí con un movimiento de cabeza. Me
entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta.
Dijeron que confiaban en mí, que el resto lo recibiría al final del trabajo.
Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de
ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que
no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe
que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote
para encontrarme con Mercedes Gasset.
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un
compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las
alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de
aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás
había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o
cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer
joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una
mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
La vi en el lobby del hotel. Se
paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de
leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en
la fotografía.
- No es el mejor modo de combatir la
ansiedad dije.
Me miró; sonrió levemente.
- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
- No hay más que verte.
- ¿Psicólogo?
- Curioso.
Me miró; sonrió levemente.
- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
- No hay más que verte.
- ¿Psicólogo?
- Curioso.
Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia y yo desconté que era mentira. Le mentí que me llamaba Guillermo.
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche cenamos juntos.
- ¿Y si no?- preguntó.
- Nos encontraríamos para el café.
-Ya no tengo ansiedad dijo y volvió a sonreír. A las nueve, aquí mismo.
La vi marcharse. Esa mujer me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese
tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo
bebí de un trago, pero la mujer me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos
minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y
ordené que me llamaran a las ocho y media.
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.
- Magnífica - dije por todo saludo y llamé al barman. Ella dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.
- Magnífica - dije por todo saludo y llamé al barman. Ella dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y
acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia
y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo
gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que
estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo
acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión
liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de
la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la
cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos
iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me
importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una sola
mentira.Lo que sucedió en las horas siguientes no es fácil de contar. (…) Era
una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se
quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en
esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé
a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le
da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día
del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para
el día siguiente".
Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora
prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse
una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando
su sentencia de muerte.
Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta
7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva
de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La
descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos
enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás,
había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por
kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de
metros.
- Alguna vez fue refugio de los guanches - dijo Mercedes a media voz.
- ¿Los guanches?
- Los primeros habitantes de la isla- completó.
"Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la
marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas.
Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente
distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Mis
clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por
largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que
ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí
terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver
algo. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche
fotográfico.
-Aquí no se pueden sacar fotos -bromeó.
- No pienso sacar fotos - dije.
- No pienso sacar fotos - dije.
La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
- No entiendo- dijo y había espanto en su sorpresa.
- No es necesario que entiendas -dije y alcé el arma.
- Hay un error -dijo, casi suplicante-. Tiene que haber un error.
Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido
corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto
de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas,
comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo
se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido
de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa,
comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el
contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia:
estaban encantados jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la
muerte.
Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la
documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a
la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una
ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus
palabras, me enmudecieron.
- Me llamo Mercedes Gasset - dijo-, hay una reserva a mi nombre.
Tenía que haber llegado ayer.
Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente
negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un
whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza
de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé para ella un final
innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas
para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de
combatir la ansiedad. Sonrió.
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