El poeta Siao, que vivía desde el
otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico
de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia
que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los
alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.
El consejero literario del
emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al
sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios
enigmas —entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados "crímenes
del dragón"— Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales
se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las
puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.
Sobre una mesa baja se
encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de
mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar
sus composiciones.
—Mis conocimientos literarios son
muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta, y que
sus poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin
usar?
—Sabio Feng: hacía largo tiempo
que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado
de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de
conseguirla, algo lo mató.
Feng pidió al consejero quedarse
solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar
nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su
inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había
quedado dormido sobre el papel.
—Sé que nadie, ni siquiera un
poeta, es indiferente a los favores del emperador —dijo Feng apenas despertó—.
¿Tenía Siao enemigos?
El consejero imperial demoró en
contestar.
—La vanidad de los poetas es un
lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él. Pero en el pasado, Siao
tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en
la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien
se llama a sí mismo "el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni
Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días.
—¿Y se sabe qué estaban haciendo
la noche en que Siao murió?
—La policía imperial hizo esas
averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a uno de sus
médicos para que se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda
sospecha: levantaba una cometa en el campo. Había varios jóvenes discípulos con
él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.
—¿Y dónde levantó Ding esa
cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?
Si, justamente allí, detrás del
bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no respeten ninguna
de nuestras antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia.
¡Además, la cometa estaba en llamas!
—¿Un rayo?
—Caprichos de Ding. Elevar sus
poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto anticuado, y no
puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del palacio.
Feng destinó la tarde siguiente a
leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una respuesta. El
consejero imperial se reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado.
Feng se sentó frente a la hoja de bambú y completó el ideograma que había
comenzado a trazar Siao.
—"Cometa en llamas"
—leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la
inspiración?
—Siao trabajaba a partir de
aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de las
cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa
atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el
palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin
usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la suficiente
anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos
los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por
primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta.
Esa fue una de las armas de Ding.
—Imagino que la otra fue la
cometa —dijo el consejero.
—Ding sabía que al ver algo tan
extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al viejo Siao.
Feng tomó el pincel de pelo de
mono y escribió:
Una cometa
en llamas sube al cielo negro.
Brilla un momento y se apaga.
Así la injusta fama del
mediocre Ding.
—Mis dotes como poeta son pobres,
pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido Siao —Feng limpió
con cuidado el pincel—. Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino
acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.
De Santis, Pablo, La
inspiración, en Cuentos para seguir creciendo, (2008) Buenos Aires, Plan
Lectura.
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