Regresaba a
Buenos Aires desde Santiago de Chile. Mi compañero de asiento, un chico de diez
años, leía una Asterix: El combate de los jefes. Yo la había leído unas
cincuenta veces a lo largo de mi vida.
El piloto
anunció que atravesaríamos turbulencias. El avión corcoveaba como una lombriz a
la que le hubieran cortado la cabeza y las azafatas, que estaban a punto de
repartir los sándwiches, lo dejaron para más adelante. Todavía ni siquiera
habían aparecido los Andes.
Mi compañero
de asiento cerró la Asterix, y cuando pensé que me iba a dirigir la palabra, se
puso de pie y caminó hacia el baño. La azafata le indicó que volviera a su
asiento, pero el chico hizo una finta. Busqué a sus padres con la vista, pero
ni adelante ni atrás parecía haber nadie acompañándolo. Regresó del baño pálido
como un papel de calcar.
—¿Te sentís bien? —le pregunté.
Tomó asiento, se abrochó el
cinturón y asintió.
—¿Dónde están tus padres?
—Mi madre en
Santiago —dijo el chico abriendo la Asterix, se fijó dónde había dejado la
historia, puso el dedo para que no se le escapara la página, y agregó—: Mi
padre me espera en Buenos Aires.
—¿Querés que le pidamos a la
azafata una pastilla para el mareo?
Hizo que no con la cabeza, y explicó:
—Vomité. Creo que me siento
mejor.
—¿Te marea el movimiento del
avión?
—No necesariamente —dijo el
chico.
Yo sabía que
los que leíamos Asterix podíamos usar ese tipo de expresiones a los diez años:
«No necesariamente». Y no necesariamente sabíamos qué querían decir.
Por verlo tan
pálido y solo, finalmente terminé haciendo lo que detesto en demás: iniciar
conversación. ¡Quizás yo era ahora su pasajero plomo y él sólo quería leer la
Asterix!
—¿Viajás mucho sólo en avión? —le pregunté.
—Es mi primer viaje en avión.
—¡Y sólo! —dije a modo de
felicitación.
—Mi madre me dejó en el
aeropuerto y mi padre me recibe en Buenos Aires — me dijo a modo de
explicación.
—Yo hice mi primer viaje en
avión con mi padre —dije por decir algo, puesto que lo raro era él viajando
solo, y que lo más habitual es que los niños viajen en avión con sus padres. De
modo que mi acotación era bastante poco «necesaria».
—En eso nos parecemos —me
dijo—. Yo estoy viajando en avión por primera vez, para ver por primera vez a mi
padre.
Me lo quedé
mirando, pero el avión se movió de tal manera que me aferré al apoyabrazos y
miré el techo. El chico me dijo con una calma extraterrenal:
—Mi mamá me advirtió que el
avión podía moverse. No pasa nada .
—Tiene toda la razón —agregué.
Nos quedamos en silencio unos
segundos.
—Lo que me da miedo es que mi
papá no esté en el aeropuerto.
—¡Pero cómo no
va a estar! —dije—. Sabe la hora, el número de vuelo… Te está esperando.
—Se fue de casa antes de que yo
naciera. ¿Cómo puedo saber si ahora va a estar?
—Va a estar —le dije.
—Eso es lo que me da miedo. Por
eso vomité.
—Todo va a salir bien —repetí. El chico no me contestó.
—¿Qué está pasando en la Asterix?
—pregunté.
—Le acaban de
avisar al jefe que tiene que luchar contra otro galo, un galo a favor de los
romanos, y que está prohibido usar la poción mágica en ese combate.
—Eso sí que es para preocuparse.
—¿Cómo te llamás? —David.
—Goliat —dije—. Mucho gusto.
David sonrió.
—¿Qué hago si no está mi papá
esperándome? —preguntó de pronto.
—Seguro que va
a estar. Pero en el peor de los casos, le avisamos a la compañía aérea, y ellos
se comunican con tu madre. La azafata no te va a soltar hasta que no vea a tu
padre. No pareció muy convencido.
—¿Su padre vive en Buenos Aires?
—me preguntó.
—Mi padre ya no vive —respondí.
—Lo siento mucho —dijo el
muchachito.
—Yo también —lo acompañé.
—¿Hice una
pregunta incorrecta? Respondí con una espontánea carcajada, y la señora de
adelante se dio vuelta para mirarme, tal vez creyendo que los saltos del avión
me habían vuelto loco.
—No, amigo mío
—le dije—. La única pregunta incorrecta la hace Obelix cuando pregunta si puede
tomar un trago de poción.
—¿Qué le preguntaría usted a su padre si
pudiera verlo una vez más?
—Creo que
tengo tantas preguntas para hacerle que no sería capaz de hacerle ninguna. Le
daría un abrazo. David abrió la revista pero la cerró como si ya no le
interesara.
—A veces, en
los aviones, me parece que voy a ver a mi padre —le confesé—. Por la
ventanilla.
David sonrió
como si el niño fuera yo.
—Es casi tan
terrible como no haber visto nunca a tu padre —dije sin cuidarme de mis
palabras—. Saber que no vas a verlo nunca más.
—¿Quién sabe?
—dijo David.
—En eso
también tenés razón —le reconocí. Y miré por la ventanilla.
Birmajer,
Marcelo, Se me hace cuento, recopilación de 50 cuentos de la columna «Se
me hace cuento» que Marcelo Birmajer publica en el diario Clarín todos los
sábados, 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario